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Miguel Sesé
Lunes, 16 de marzo 2015, 17:51
El fútbol actual, ese denominado como moderno, ha alejado tanto a los jugadores de los espectadores que cada gesto es analizado con lupa. Lo sabe el público, que de forma magnánima sólo puede mostrar sus ideas de forma indirecta, con silencios, palmas o silbidos. Y ... lo saben los profesionales, viviendo en sus burbujas de irrealidad y viéndose expuestos a la opinión libre sólo un par de horas uno o dos días a la semana, dependiendo del equipo. Es por esto que el concepto hablar en el campo ha adquirido una doble vertiente. La primera y tradicional es la de jugar lo mejor posible para agradar al respetable y justificar salarios millonarios. La nueva y controvertida, la perteneciente a las reacciones de los futbolistas en determinados momentos y que permite analizar sus estados de ánimo. A veces son detalles que casi pasan desapercibidos. Otras, como en la celebración de Gareth Bale del primer gol del Real Madrid al Levante, gritos enrabietados que destilan unas ganas monstruosas de reivindicarse.
Y es que el balompié del presente provoca situaciones tan ilógicas como que los aficionados no puedan escuchar a sus ídolos, y éstos tampoco posean línea directa para, delante de un micrófono que sirva como altavoz, reclamar su sitio y desvirtualizar una relación que debería ser más fluida. El Santiago Bernabéu es un manicomio de las nuevas tecnologías en el que se produce un plebiscito cada vez que se proyecta un nombre en el videomarcador, y centenares de personas esperan una respuesta del crack de turno a través de alguna de las redes sociales donde, con fines que también son publicitarios, sí se permiten algunas licencias personales.
Gareth Bale, galés y procedente de la respetuosa Premier League, ha encajado los silbidos desde el silencio y una educación intachable a la par que distante. No se queja, pero es rara la ocasión en la que prensa y público puede conocer de su voz qué está pasando por su rendimiento y su cabeza. Su escasa aportación defensiva y una mala racha del equipo, en general, y de su faceta anotadora, en particular, le habían mandado desde el Olimpo de los goles en tres finales hasta una difícil posición acompañada de sonido de viento y encuestas incómodas. No es que el Bernabéu le considere un mal futbolista, ni mucho menos, sino que la exigencia del rol que desempeña, un fichaje millonario bajo la denominación de «intocable», le pone en el ojo del huracán a la mínima que las cosas no salgan de forma óptima. El domingo se desquitó, hizo dos goles y celebró el primero de ellos como si le acabase de marcar a Pinto tras sesenta metros de carrera desarbolando a Bartra. Se puso rojo mientras se tapaba las orejas y gritaba desatado, y Modric y Pepe no consiguieron llegar a tiempo para abrazarle lo suficiente y evitar que le pegase una coz al banderín de córner. Mientras tanto, la gran estrella del equipo, Cristiano Ronaldo, parecía más preocupado de no haber sido él quien abriese la lata que del éxito de su compañero y el equipo. Así es el otro fútbol del siglo XXI, el que tiñe de amarillo publicaciones e informativos que son casi siempre la consecuencia y rara vez la causa de los problemas de los clubes.
Inglaterra, pionera en gestos polémicos
La celebración de Bale y la no celebración de Cristiano, que inició su carrera como estrella en el Manchester United, son más típicas en el fútbol británico que en el español, y también más ruidosas. Apenas horas antes Wayne Rooney fingía ser noqueado en el mismo día en el que The Sun abría a toda página su versión en papel con las capturas de un vídeo casero en el que el jugador recibía un jab de izquierda que lo mandaba al suelo de la cocina de su casa. Respuestas imaginativas tras un buen rendimiento en el campo después de portadas controvertidas. Lo hizo Fowler simulando esnifar una de las líneas del área, o Gascoigne emulando el conocido juego de la silla del dentista tras su golazo a Escocia en la Eurocopa de 1996. Antes, claro, había sido sorprendido bebiéndose botellas a pares en una fiesta. Como anécdota curiosa queda también para el recuerdo que el educado y correcto Steve McManaman, lejos de declaraciones y gestos altisonantes, estuviera presente en ambos episodios.
La búsqueda del cariño de los suyos es común a los dos jugadores cienmillonarios del Real Madrid. Bale halló la respuesta a sus problemas con un partido muy completo que tuvo desde una constante aportación ofensiva hasta múltiples ayudas en defensa: mejor actitud y las mismas aptitudes de siempre consiguieron cambiar pitos por ovaciones. Cristiano estuvo cerca, pero se quedó sin marcar, por lo que sus gestos no fueron ni tan comprendidos ni tan perdonados como los de su compañero en la delantera. El hablar en el campo contemporáneo es así, y su forma británica, la de jugar bien para poder afear las críticas con polémicas celebraciones, se ha instalado en el Real Madrid.
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