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J. GÓMEZ PEÑA
PAU.
Viernes, 27 de julio 2018, 00:16
Pau es el panteón del Tour. Donde antes estaba el anillo del viejo velódromo hoy se elevan cien estelas amarillas. Homenaje a los mitos de la Grande Boucle, que no olvida. Por la meta, pasea uno de ellos, Alberto Contador. Saluda al público. El miércoles ... subió el Portet. «En forma»!, bromea. Muestra la acreditación que le cuelga sobre el pecho: «Mira, pone mi nombre y que soy comentarista de televisión. Ya no soy ciclista». Se ríe. Da buena cuenta de una bolsa de chucherías. Ya puede. Ha cogido algún kilo. Le rejuvenecen. Camina hacia la cabina de Eurosport, desde donde va a contar la caída de Nairo Quintana y la victoria al esprint del francés Arnaud Demare en la bella Pau.
Francia no tiene desperdicio. A una hora de viaje en coche desde Pau vive tranquila la pequeña población de Trie-sur-Baise. Apenas mil vecinos, invadidos por la marabunta del Tour para asistir a la salida de la etapa. El sitio tiene su historia. Las piedras de su viejo claustro acabaron en la colección privada de Rockefeller y ahora están en un museo de Nueva York. Todo es posible. También en el Tour. A la sombra de los autobuses, los ciclistas hablaban del día anterior, el que vio perder el Tour a Froome y, seguramente, ganarlo a su compañero Thomas. Y se fijaban también en el día que viene, el último en la montaña. La Grande Boucle recuperaba dos de sus palabras preferidas: Tourmalet y Aubisque. Siameses.
El Aubisque, hermano menor, siempre ha estado a la sombra del Tourmalet, la cuesta donde el Tour descubrió la pasión por los escaladores en 1910. Pero esta vez es el Aubisque en que cerrará la jornada. Habrá que subirlo y, cuidado, bajarlo hasta la meta de Laruns. Es un puerto aficionado a cobrarse víctimas: en 1951, el holandés Wim van Est defendía su liderato en el zizzag del descenso. No trazó bien un giro y salió despedido hacia el barranco. Setenta metros de caída libre. Antes de asomarse al vacío, los periodistas y auxiliares le dieron por muerto. Y no. Abajo, de amarillo y a gatas, Van Est trataba de trepar. Anudaron varios tubulares para tejer una cuerda y le rescataron. No ganó el Tour, pero se forró haciendo publicidad de relojes. Tras una caída así, el suyo estaba intacto.
A Thomas, el puntual líder de este Tour, nadie se le ha arrimado cuesta arriba. Tiene dos minutos de renta sobre el segundo, Dumoulin. Y es un contrarrelojista. En 2017 ganó el prólogo de Dusseldorf. Le blinda, además, el Sky, el equipo que desde 2012 tiene esta carrera en su bolsillo. De Thomas solo se conoce un punto débil. Las caídas. Se maneja bien sobre el pavés -ganó la París-Roubaix juvenil- y viene de la escuela del velódromo. Pero, aun así, se cae a menudo. La etapa que viene, que había permanecido oculta ante la novedad de la breve e intensa jornada del miércoles en Bagneres de Luchon, desafía al galés con el Tourmalet y el Aubisque. Palabras mayores en el Tour. Para Dumoulin puede ser la única opción de recortarle tiempo a Thomas antes de la contrarreloj final.
Para todos es la última oportunidad. Ya no valen ni la prudencia ni los cálculos. «Para mí es un día muy especial, correré ante mi afición», dice Landa, que trata de animarse tras ceder en el Portet. A Froome se escapó el Tour. El británico lo asumió como antes había asumido sus cuatro triunfos. Flema africana. «Mi objetivo ahora es ayudar a que Thomas llegue de amarillo a París», dijo en la salida. No será su quinto Tour. Esta carrera le ha dado la espalda. El gendarme que le confundió con un cicloturista y, para frenarle tras la etapa en el descenso del Portet, le agarró del manillar y le tiró al suelo fue el colmo. Le cabreó. «¡Jódete!», se encaró Froome con el agente. «Perdón, perdón», se encogió el policía. La bicicleta acabó rota.
Ayer no fue así, no habia bicicletas rotas. Volaron a más de 45 kilómetros por hora. El Groupama tenía que aprovechar la velocidad de Demare. No defraudó, como un día antes. Demare clavó allí su nombre. El último fue el primero.
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