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Jon Rivas
Martes, 9 de julio 2024, 18:43
En Saint-Amand-Montrond, el pueblo donde nació un ciclista valiente como Julian Alaphilippe, los aficionados al ciclismo tuvieron que soportar el final de una etapa apocada y gris, como el maillot del ganador, por fin Jasper Philipsen, que después de varios intentos sin acertar ... en la diana, aprovechó el magnífico trabajo de su lanzador, nada menos que el campeón del mundo Mathieu Van der Poel, para imponerse en un sprint aséptico, limpio, sin incidencias, como el resto de la etapa, que se completó con retraso porque a nadie en el pelotón le dio la gana de intentar nada.
Los únicos que trabajaron a fondo fueron los encargados de adjudicar el premio de combativo de la jornada, que al final se lo dieron a Koobe Goossens, que estuvo escapado el tiempo suficiente como para sumar los puntos de un sprint especial, en una acción táctica de su equipo, el Intermarche, para preservar el jersey verde de Girmay, que acabó segundo en la meta. Ni siquiera fue un ataque en busca de la aventura, solo de cartón piedra.
Las huelgas encubiertas son las peores, porque no les dejan, a los afectados, la posibilidad de desahogarse con ese derecho al pataleo que se ejerce si los huelguistas van a cara descubierta, o embozados, como a veces ocurre con los compañeros del metal cuando cortan una carretera o queman neumáticos en defensa de su puesto de trabajo o de sus derechos laborales. Ahí, el del coche atascado en el embotellamiento tras la barricada, tiene la posibilidad de solidarizarse o dejar que le lleven los demonios, pero al menos tienen claro por qué va a llegar tarde a donde quieran que vaya.
Las otras huelgas, las encubiertas, fastidian más cuando el ambulatorio se queda sin personal por las súbitas bajas médicas, o el tren llega tarde a su destino porque los maquinistas, los factores o los técnicos de mantenimiento deciden cumplir estrictamente todos los protocolos.
Lo peor de las huelgas encubiertas es que no se puede decir que lo son. Como no se puede decir que los ciclistas del Tour estén protagonizando una huelga encubierta o hayan decidido tomarse el día libre, como el del lunes, o convertir la etapa en una marcha cicloturista, aunque tampoco, porque en las marchas cicloturistas siempre hay corredores competitivos que se lanzan a llegar los primeros, aunque no se compute en la clasificación.
Tienen que sentir Carlos de Andrés y Pedro Delgado cierta angustia vital mientras comentan la carrera, en etapas como la que terminaba en Saint-Amand-Montrond, que está a solo 14 kilómetros del centro geográfico de Francia. En un momento dado les debe embargar la angustia de pensar que no hay nadie al otro lado; que si pudieran establecer una conexión a través de 'Zoom' o cualquier plataforma de teleconferencia, se encontrarían con miles de seguidores en los brazos de Morfeo, que es lo mismo que decir «sobaos», pero en plan elegante.
No es algo real, porque siempre hay locos del ciclismo, y son muchos, pero hay que mantener un gran equilibrio mental para soportar esa angustia irracional. La primera vez que pasa no hay problema, porque la sorpresa o la indignación, o ambas, atornillan al espectador al asiento y no permiten conciliar el sueño. En los días de montaña pasa igual. La expectación provoca insomnio, aunque luego no suceda nada, pero a los aficionados les gustan las sorpresas y siempre esperan una. En eso son como quienes se encargan de llenar de zapatos los regalos la noche de Reyes. Al levantarse tienen la esperanza de encontrar un presente inesperado en el suyo, aunque la probabilidad de que los reyes de verdad se hayan pasado por el salón son escasas, por no decir nulas.
Así como en el pelotón hay especialistas en montaña, en contrarreloj o en llegadas masivas, entre los aficionados que se sientan delante del televisor hay también especialistas en compaginar deporte y descanso. Saben que comenzarán a ver la etapa cuando el cuentakilómetros marque ciento y pico para la meta; que los comentarios televisivos les irán arrullando hasta la siesta, y que ese sexto sentido ciclista conseguirá que, como los osos cuando hibernan y se desperezan al llegar la primavera, se despierten a veinte kilómetros de la llegada. A veces falla, es verdad, y el chispazo eléctrico que saca de la siesta se produce cuando la cabeza del pelotón atraviesa bajo la 'flame rouge' de los últimos mil metros, y no hay otra que ver el sprint todavía con cierto aturdimiento espacio temporal.
Puede que esta vez, el despertar fuera con la sintonía de despedida, porque la etapa no dio nada de sí. Solo cuando quedaban 89 kilómetros pareció que se movía algo cuando, de repente, los equipos de los principales de la carrera empezaron a coger posiciones en la cabecera del pelotón, justo al paso por Issoudun, el pueblo que la leyenda liga con Ricardo Corazón de León, aunque fue una falsa alarma. Solo querían controlar el paso por media docena de rotondas. Cuando la carrera volvió a la campiña, regresó la calma. Así hasta el final, el sprint limpio, la victoria de Jasper Philipsen, que retira su alarma por la sequía, y a pensar en la siguiente, que tiene tela, con 211 kilómetros y seis puertos, el último, el col de Font de Cére a 3 kilómetros de la meta en Le Lioran. En un recorrido incómodo para los corredores, será difícil que intenten de nuevo una huelga encubierta. Si es que la hubo.
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