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Jon Rivas
Jueves, 27 de junio 2024, 15:33
A las 16:42 horas del 23 de julio de 1989, en la carpa que la organización del Tour habilitó como sala de prensa de la última etapa en los jardines de los Campos Elíseos, al otro lado del Grand Palais, cesó el martilleo de ... los teclados de las máquinas de escribir durante un instante; se acallaron las voces de los periodistas, siempre expansivos y vocingleros, y se produjo un silencio expectante, tal vez con un sentimiento de estupor, en medio de aquel cargado ambiente de humo de tabaco y calor. El termómetro marcaba 32 grados. Unos segundos después, y tras asimilar la situación, o sin poder hacerlo, volvieron las voces, más altas que antes, casi histéricas, se escucharon maldiciones en diferentes idiomas y palabras gruesas y, a la vez, el gemido de los carros de las máquinas –un sonido que los millennials no podrían identificar–, cuando de golpe se arrancaron de ellas los folios a medio escribir, recién iniciados o ya casi terminados, y que se convirtieron en bolas de papel arrojadas al unísono, como en un masivo concurso de triples, al cesto más cercano. Muchas de ellas cayeron fuera.
Nada de lo que los cientos de periodistas habían escrito servía ya. Greg Lemond le había arrebatado el Tour a Laurent Fignon por ocho segundos, algo impensable unas horas antes, con un ciclista francés confiado, e incluso prepotente, que partió a las 16:14 con 50 segundos de ventaja para recorrer los 24,5 kilómetros de distancia entre Versalles y París en la contrarreloj que cerraba el Tour con un viento cálido del noroeste de 13 kilómetros por hora, de costado, a veces a favor.
Desde entonces, nunca más se llevó a cabo ese mismo experimento. Las etapas finales se convirtieron en un pasillo de honor al ganador, tardes de fotos y champán. Pero han pasado ya 35 años y los organizadores han decidido que es el momento de repetir, de brindar una emoción nueva a los aficionados justo el año en que, por primera vez desde su creación en 1903, el Tour no finalizará en París. Ni siquiera se acercará a la capital francesa, enfrascada en los últimos preparativos de los Juegos Olímpicos.
La carrera termina en Niza, uno de los escenarios históricos de la prueba, donde ha recalado 34 veces, y será en una contrarreloj de 34 kilómetros que sale de Mónaco y asciende dos cotas por la sinuosa carretera que une las dos ciudades de la Costa Azul. Puede que, para entonces, el Tour ya esté resuelto, o puede que no, porque después del anuncio de Jonas Vingegaard, el ganador de las dos últimas ediciones, todo puede pasar entre él y quien será su gran rival, el enorme Tadej Pogacar, quien no puso ninguna excusa el año pasado cuando llegó al Tour recién repuesto de una fractura de muñeca, y espera que su rival tampoco lo haga a pesar de las secuelas de la brutal caída que sufrió en la cuarta etapa de la Vuelta al País Vasco, el 4 de abril pasado.
Vingegaard comparece con todas las consecuencias, así que los aficionados se relamen soñando con un duelo abierto hasta el final en el Paseo de los Ingleses de Niza, el último día de la carrera que se inaugura este sábado en Florencia, lo que también es una novedad, porque a pesar de que el Tour ha partido 25 veces desde fuera de Francia y ha circulado bastantes veces por Italia, es la primera vez que comienza allí. En la capital toscana vivirán sensaciones parecidas a las que experimentaron los aficionados vascos con el Grand Depart del año pasado en Bilbao.
El Tour gira esta vez en el sentido de las agujas del reloj y tiene ración doble de Alpes, porque los habrá al principio y al final, además de los habituales Pirineos. Después de las montañas iniciales que suelen tener el efecto benéfico de separar el grano de la paja, el siguiente test llegará en la séptima etapa entre Nuits-Saint-Georges y Grevrey-Chambertin, una contrarreloj llana de 25,3 kilómetros. Al día siguiente el Tour dictara su habitual dosis de historia con la llegada a Colombey-Les-Deux-Eglises, el lugar en el que Jacques Goddet, el patrón de la Grande Boucle después de la II Guerra Mundial, hizo parar la carrera, en 1960, para rendir homenaje al presidente Charles de Gaulle, retirado ese fin de semana del ruido político en aquel pueblo, y que se asomó al paso del pelotón.
Pero no habrá lugar para sentimentalismos un día más tarde, en la novena etapa con salida y llegada en Troyes, con cuatro puertos incrustados en los 14 tramos de tierra entre los viñedos de la región de Champagne, que se pueden convertir en una trampa para incautos. Los equipos de los favoritos desplegarán todos sus recursos para que eso no suceda, pero cualquier despiste puede convertirse en una catástrofe.
Los Pirineos llegan el 13 de julio, con la etapa entre Pau y Pla d'Adet, con la ascensión al primer puerto fuera de categoría, el mítico Tourmalet, a 2.115 metros de altitud, desde Luz-Saint-Sauveur, para descender hasta Sainte-Marie-de-Campan y ascender después la Horquette d'Ancizan, 8,2 kilómetros al 5,1% de pendiente. La meta está también en un puerto Hors Categorie, a 1.669 metros (10,6 kilómetros al 7,9% de pendiente media). La jornada del domingo 14 de julio, la fiesta nacional francesa, será una de las más agotadoras del Tour, porque se recorrerán 197 kilómetros desde Loundevielle hasta Plateau de Beille, con cuatro puertos de primera categoría (Peyresourde, Menté, Portet d'Aspet y Agnes), para acabar con uno fuera de categoría y una agotadora ascensión de 15,8 kilómetros al 7,9% de desnivel.
La última semana del Tour comienza a orillas del Ródano, con jornadas en las que resaltan localizaciones significativas, como el lugar de comienzo de la 17ª etapa, Saint-Paul-Trois-Châteaux, uno de los lugares de descanso preferidos del proscrito Lance Armstrong, a pocos kilómetros de la central nuclear de Tricastin. Será un día duro con 177,8 kilómetros, siempre hacia arriba, con el col de Bayard, uno de los primeros en la historia de la carrera, el de Noyer, de primera, y la meta en la estación de esquí de Superdévoluy, ya en los Alpes. Dos días antes del final del Tour, entre Embrun e Isola 2000, otro final en alto y el paso por dos puertos fuera de categoría, el de Vars y la Bonette, el techo del Tour, a 2.802 metros de altitud en la carretera asfaltada más alta de Francia, en una etapa corta, de 144,6 kilómetros y un desnivel positivo de 4.400 metros. El sábado, víspera de la contrarreloj final, no habrá descanso para nadie, y menos para los aspirantes al trono, porque entre Niza y el Col de la Couillole, en otra etapa muy corta, de 132,8 kilómetros, se agolpan cuatro cotas puntuables, tres de ellas de primera categoría.
Y luego, claro, la traca final de la última contrarreloj, con los cuerpos machacados después de superar 53.230 metros de desnivel, el recorrido por los Apeninos, los Alpes italianos, los franceses, el Macizo Central y los Pirineos, la visita a cuatro países –Italia, San Marino, Mónaco y Francia–, siete regiones y 30 departamentos, 32 kilómetros de tierra, las rutas blancas de la novena etapa y 59 kilómetros contrarreloj. En total, 3.498 kilómetros que pueden decidir el ganador de la carrera en pocos días o, tal vez, esperar al final, como ocurrió en 1989 entre Lemond y Fignon. ¿Sucederá esta vez entre Vingegaard y Pogacar o se colará por medio algún otro pretendiente al trono?
Sea lo que sea, lo que no se escuchará será el sonido de las máquinas de escribir, ni el de los folios al convertirse en bolas de papel. Hace décadas que los asépticos ordenadores han sustituido a aquellos artefactos que solo se ven ya en los museos. La última Olivetti Lettera 32 se extinguió en 2016. Un periodista italiano, Gianni Mura, fallecido en 2020, dejó de utilizarla cuando se jubiló la última teclista de su diario, La Repubblica. Los tiempos han cambiado; la emoción por el Tour, no.
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