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Dos jóvenes, Jonas Vingegaard y Tadej Pogacar, dispuestos a envejecer en esa cuesta, a dejarse años de vida. Comparten sin casi aire en los pulmones este homenaje al ciclismo, a la memoria del Tour. En Peyragudes.
Pogacar le ha pedido a dos de los tres ... gregarios que le quedan que le peguen fuego a la carrera. Bjerg y, sobre todo, McNulty se tiran por él a la hoguera donde arde ya todo el equipo de Vingegaard, incluido Van Aert, junto a Thomas, Bardet, Quintana, Gaudu, Mas... McNulty, antes de acabar calcinado, aprieta hasta la agonía en la cuesta final, Peyragudes. Es de Arizona. Es una bestia. Un vez le dejaron una bicicleta de repuesto y los ganó a todos en aquella contrarreloj juvenil en la que batió el récord. Esta vez se entrega a Pogacar. Hasta casi el final. Le abre la puerta de la última pared de Peyragudes, donde asfaltaron un aeródromo. A su rueda, los dos jóvenes con el rostro crispado, arrugado. Viejos. Pogacar despega en esa rampa. Su rabia. Pero ni ahí logra despegarse de su sombra. Gana la etapa, aunque no el Tour, que sigue en manos de Vingegaard con dos minutos de renta. El danés es el líder de una edición para el recuerdo.
Pogacar jadea como nunca tras cruzar la meta. Hunde la cabeza en el manillar. Suplica agua. Algo. Se tira al suelo. «Lo he dado todo». Ha distanciado a Thomas (el británico apuntaló su tercer puesto), a Bardet, a Quintana, al frágil Enric Mas... Ha reventado al Jumbo. Ha torturado hasta el último metro a Vingegaard, pero sólo ha podido batirle al sprint en esa pared al 16%. «Tenía que ganar por mis compañeros, por Bjerg, por McNulty, por todo lo que han hecho», agradece Pogacar. A falta de una etapa de montaña y de contrarreloj final, aún no ha descubierto cómo derrotar a Vingegaard, que sigue firme ocupando la primera baldosa del Tour, la amarilla. Así, como estos dos jóvenes, se gana y se pierde la Grande Boucle. Su duelo ya ha ingresado en la historia. Y sigue. «Mañana -por este jueves- es una etapa más dura. Soy optimista. Lo intentaré». Palabra de Pogacar, de un doble ganador del Tour que solo tiene 23 años.
«Mañana». Para rodar en 1998 la huida de James Bond, el agente 007, de un campamento militar afgano eligieron el aeródromo de Peyragudes. Por solitario y frío. Parecía un rincón del Himalaya. A la película le pusieron como título 'El mañana nunca muere'. Ese mañana es ya. O nunca. Este jueves llega la última etapa de montaña, la del Aubisque y Hautacam. La única oportunidad para que Pogacar se coloque a 'tiro de contrarreloj' del hasta ahora inabordable Vingegaard, que no ha mostrado ninguna fisura. La emoción sigue encendida.
Antes de salir desde Saint-Gaudens, Pogacar supo que iba a quedarse aún más huérfano de gregarios. Majka, su mejor sostén, era baja por la distensión muscular que le había provocado la rotura de cadena de su bicicleta el día anterior. Uno menos en la coraza del UAE. Ya sólo quedan tres al servicio de Pogacar: el todoterreno McNulty, el rodador Bjerg y la peor versión de Hirschi. La oposición de Vingegaard y de su equipo, el Jumbo, obligaba a Pogacar a ser aún más grande. Tremendo desafío. Y fue a por él. Quería un combate a puño limpio, sin guantes ni gregarios. A solas con el líder danés en el cuadrilátero de los Pirineos. Para eso, para despejar la sala del Tour, necesitaba arriesgarse a sufrir un KO. Tenía que pelear a cara descubierta.
Los primeros 50 kilómetros de la segunda y breve etapa pirenaica eran llanos. Sin calor (eso animó aún más a Pogacar). Sin que cuajara una fuga camino del Aspin, la primera valla. Lutsenko y Pinot la saltaron en cabeza. Cerca pisaba sus pasos un grupo en el que figuraba Bardet. El francés pugnaba por volver al podio. A distancia, aunque con todo bajo control, tiraba el Jumbo de Vingegaard. Así llegó todo a la subida a la Hourquette de Ancizan, donde Pogacar hizo un anuncio: puso al frente del pelotón a Bjerg. El Tour quedó condensado en ese momento. Pogacar jugaba a matar o morir. Como los grandes boxeadores: dispuesto a hacerse todo el daño posible si con eso tumbaba a su rival en los asaltos que aún faltaban, las subidas a Val Louron-Azet y Peyragudes, la meta.
Bjerg desbrozaba el camino. Ahogó a Pidcock y Yates. El Ineos no rentabilizaba su conservadurismo. El Tour suele premiar a los valientes. Pogacar lo es. A Bjerg le sustituyó McNulty. Su efecto fue demoledor. El estadounidense redactó decenas de sentencias. Una a una. Todos se rindieron salvo dos, los mejores. Pogacar y Vingegaard. El esloveno probó la resistencia del danés en la cima de Val Louron. El líder resistió. Como siempre. Lapa.
McNulty los llevó luego hasta el escenario de la rampa final de Peyragudes. Al límite. Obligado por el sacrificio que habían hecho los suyos, Pogacar aceleró, aunque a cámara lenta. Vingegaard, que ha convertido la defensa en su arma, quiso replicarle. La cámara los vio de pie, congestionados y en paralelo, trepando por una carretera decapitada por un cambio de rasante bajo la pancarta de meta. Duelo para la leyenda. A puño limpio. Pogacar recurrió a su coraje y se dejó el alma para premiar a su equipo. Lo hizo. Ganó el asalto. A su rueda, igual de agotado, llegó el que va ganando el combate, Vingegaard. «Queda mañana», avisó Pogacar en cuanto recuperó la primera bocanada de aire. Mañana es hoy. El Tour ni pestañea con esta camada de jóvenes sin bozal.
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