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Cuando en 2017 Christian Prudhomme vio el puente de Gran Belt, esa flecha de cemento que se estira 17 kilómetros sobre el mar Báltico y que alcanza una altura de 65 metros, el director del Tour no lo dudó: «Tenemos que pasar por aquí». Dinamarca, ... sin montaña, es la tierra del viento. Prudhomme imaginó ese puente, el Gran Cinturón, como un Alpe d'Huez que surge del agua. Dos años después, las ráfagas hicieron descarrilar allí dos vagones de un tren cargado con miles de botellas de cerveza. Hubo ocho muertos. El Gran Belt alimentaba así su leyenda negra. Si tumba un ferrocarril, qué no hará con un pelotón ciclista.
Ese temor serpenteaba entre los corredores. A medida que se acercaban, el puente parecía convertirse en un muro. El sol y cientos de miles de aficionados marcaban el camino. La tensión atenazaba los cuellos, apretaba los puños en los frenos... Las banderas danesas -y alguna ucraniana- que brotaban de las abarrotadas cunetas le ponían cara al viento, el meteoro que reina en esta planicie anfibia. Silbaba el miedo. ¿Miedo? De eso se curó Fabio Jakobsen el 5 de agosto de 2020, cuando en pleno sprint de la Vuelta a Polonia otro neerlandés, Dylan Gronewegen, le empujó contra las vallas a más de 80 por hora. Pasó dos días en coma. No tenía rostro. Aplastado. Ni dientes, ni pómulos. Un tubo le permitía respirar; otro tubo le drenaba el cerebro. Un sacerdote al borde de la camilla. Resucitó. Tenía mil secuelas, pero ni pizca de miedo.
Y tras superar el puente y la caída previa al sprint de esta segunda etapa del Tour, Jakobsen le ganó a golpes de hombro la posición a otro gladiador, Sagan. Cogió el rebufo de Van Aert, que ya es el nuevo líder de la ronda gala, y remató al belga y a Pedersen bajo la pancarta. Tiene 25 años. Ha nacido dos veces. Le ha quitado a Cavendish -el mejor velocista de la historia del Tour- el puesto en el Quick Step. Y no le teme a nada. «He recorrido un largo camino hasta aquí desde aquel accidente. Este triunfo hace todo haya valido la pena. Soñaba con él desde hace quince años», dijo en la meta de Nyborg, a la salida del Gran Belt.
Pero había más 'puentes' en la etapa. Magnus Cort Nielsen es danés y en el paisaje de esta segunda jornada logró hace mucho su primer triunfo profesional. Aunque es un país horizontal, el multitudinario público lo convirtió en una jornada alpina. Cunetas abarrotadas de color, voces, banderas e ilusión. Cort echó una mano para calentar aún más el ambiente y levantó un puente hacia la meta desde la salida en Roskilde. Atacó tras el banderazo y se le unieron el noruego Bystrom y los franceses Rolland y Barthe. Cort pasó el primero por las tres cotas de cuarta categoría. En la tercera levantó los brazos a juego con la euforia de sus vecinos. Ya era líder de la montaña en un Tour que aún no ha subido nada. Así es la Grande Boucle: todas las monedas que encuentras en la carretera son de oro. Por pequeñas que sean.
Cort y Bystrom, los más fuertes de la fuga, trataron de estirar ese puente hasta el otro, el esperado, el Gran Belt. Su empeño pedaleó menos que el miedo del pelotón. Los escapados no llegaron. Les pasó por encima la estampida. Cruzar el Gran Belt en coche cuesta 32 euros. El Tour puso otro peaje: las caídas. Era tal el estrés, el temor a lo que podía pasar, que nada más pisar la pasarela sobre el mar hubo un patinazo. El entonces líder, Lampaert, y Rigoberto Urán perdieron contacto. El sonido de ese trompazo y el viento, que soplaba en contra y frenaba, rebajaron la tensión. Los 17 kilómetros del puente se corrieron sin pelea y hubo reagrupamiento. Pudo más el miedo a perderlo todo que la posibilidad de hundir a algún rival.
Fue al salir del puente, ya en los tres últimos kilómetros y a salvo del Grand Belt, cuando todo explotó. En una carretera apretada por las vallas, varios ciclistas del UAE y el Ineos se enredaron. Montonera a casi 60 por hora. Casi todos los candidatos al podio tuvieron que poner pie a tierra, incluidos Enric Mas y Tadej Pogacar. Pero tenían la ley del ciclismo de su lado: si la caída es a menos de tres kilómetros del final se les da a todos el mismo tiempo. Pogacar lo tomó con calma. Sonrió a la cámara. Llevaba las dos ruedas pinchadas. Ya daba igual. Aprovechó para saludar al gentío danés que ha convertido en una fiesta este inicio del Tour.
El esloveno no vio la carrera de galgos en el sprint. Ni la remontada de Jakobsen ante Van Aert, el nuevo líder (por las bonificaciones) y feliz pese a ser de nuevo segundo. «En la meta me espera mi hijo. Le había prometido que iba a regalarle uno de esos leones de peluche que le dan cada día al maillot amarillo», declaró. Cumplido. Todos encantados tras dejar atrás el puente que tanto asustaba y en el que nada pasó.
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