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Jon Rivas
Jueves, 18 de julio 2024, 18:54
Hubo un tiempo, que ya casi nadie recuerda, en el que cuando una urgencia médica obligaba a llevar en un coche particular a un enfermo, un herido o una embarazada hacia el hospital, la señal para que los demás vehículos dejaran paso, era el claxon ... a todo trapo y un pañuelo blanco que el conductor sacaba por su ventanilla. Aunque sea una costumbre en extinción, el código de la circulación todavía contempla esa posibilidad, pero ya nadie lleva pañuelo de algodón, y los de papel se rompen.
A Víctor Campenaerts le surgió una de esas urgencias a principios de junio, cuando recluido en un pequeño apartamento de Sierra Nevada, donde llevaba semanas haciendo entrenamientos en altura, su novia, encinta de nueve meses, rompió aguas. Sin pañuelo blanco, pero con la misma premura, el ciclista belga condujo hasta Granada quemando frenos, 39 kilómetros de descenso hasta la capital, donde, con los adecuados cuidados médicos, nació su hijo Gustaaf. «Ella fue la heroína de esa historia», confiesa Campenaerts.
Todo salió bien, la pareja feliz publicó en sus redes sociales la fotografía del bebé con su libro de familia español, y unos días más tarde, con el recién nacido seguro en el asiento de atrás, otra vez carretera y manta hacia Bélgica, para participar en el campeonato de su país. Se pararon en Dijon. Allí el ciclista del Lotto, por recomendación de su director, examinó el trazado de la primera contrarreloj del Tour. Le vino bien. Acabó quinto tras los inalcanzables Evenepoel, Pogacar, Roglic y Vingegaard.
Pese a que durante muchos minutos le obligaron a sentarse en el sillón de 'gamer' en el que aguarda el primero de la clasificación provisional, Campenaerts ya sabía que aquel no era su día. Tenía puesta la vista en otra etapa, la que culminaba en Barcelonnette, la capital de México en Francia, donde se puede pasear por la avenida de Porfirio Díaz, o tomarse una enchilada en la plaza Valle del Bravo. En verano no es extraño ver tocar a los mariachis en los alrededores de las 51 mansiones mexicanas, construidas por los emigrantes franceses que hicieron fortuna en el país norteamericano. A la salida del pueblo, un cartel señala que la distancia hasta Turín es de 120 kilómetros, y la flecha en el sentido contrario indica: 'México: 9.708'.
Barcelonnette estaba también en el mapa mental de Victor Campenaerts. «Cuando se presentó el recorrido del Tour y lo estudiamos en diciembre, vi que era la única etapa que podía ganar», así que actuó en consecuencia. Reservó fuerzas, planificó el recorrido a fondo; analizó, que, a esas alturas del Tour, podía suceder lo que sucedió. Así que puso en marcha su estrategia. En cada etapa hay muchos planes que se hacen en el papel y se deshacen sobre el asfalto, pero el de Campenaerts funcionó a la perfección. «En la escapada solo tenía un cartucho y quizás jugué un poco sucio, haciendo ver a todos que tenía mucho dolor para no dar muchos relevos», reconoció. Se lo tragaron.
Se había metido en un grupo numeroso que con el beneplácito del pelotón fue acumulando minutos de ventaja. Poco después de atravesar el lago de Serre-Ponçon, y de que en el larguísimo puente hacia Savines-le-Lac intentara Aranburu cortar el grupo, el belga se enganchó a Kiatkowski y Vercher. Entre los tres hicieron camino y nadie les pudo alcanzar. El grupo de detrás, en el que viajaba Oier Lazkano, llegó a estar muy cerca, pero no enlazó con los de delante, que en Barcelonnette se jugaron el triunfo. El polaco no tuvo piernas para soportar el sprint; al francés le faltó templanza. Al belga le sobró experiencia. «Es que ya no soy un novato».
En la meta le esperaba la llamada por videoconferencia de su novia Nel Goerlandt, «todavía no es mi mujer», que se conectó con él desde casa. «Veo un futuro precioso y azul como los ojos de mi hijo», dijo entre lágrimas. También lloró el francés Vercher: «El segundo puesto es una mierda, pero así es el juego».
Muchos minutos después llegaron tranquilos quienes tendrán que jugarse el Tour en las tres últimas etapas. «Es difícil encontrar días así», dijo Pogacar. La jornada con final en Isola 2.000 será otra cosa, con el col de Vars primero y la Bonnete después, a 2.802 metros de altitud, donde el oxígeno enrarecido casi no llega a los pulmones, justo cuando en el pelotón comienza a cuestionarse el uso de monóxido de carbono en los entrenamientos, aunque los equipos aseguran que solo sirve para conocer el nivel de hemoglobina en el cuerpo.
«El deportista puede respirar una dosis muy baja de monóxido de carbono y como este gas se une muy bien a la hemoglobina, permite, por ejemplo, ver si el entrenamiento en altura le permitió aumentarla». A Pogacar le preguntan, claro, por estas cosas, y responde sin tapujos. «Hay que evitar las zonas grises. Es lo mejor para todos. Tomar solo lo que dice el médico. También necesitas informarte sobre lo que es bueno y lo que no para tu cuerpo». ¿Y de la etapa? «Empezaré a la defensiva y luego veré si puedo pasar a la ofensiva», porque, por supuesto, el líder tiene muy claro que «la mejor defensa es un buen ataque».
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