La leyenda del Tour nació con un bramido. En 1910 el ciclista Octave Lapize atacó desde la salida en la etapa Luchon-Bayona, la primera que recorría los Pirineos. En su escapada de 326 kilómetros, el francés pedaleó durante catorce horas y por el camino ... escaló cinco colosos que entonces nadie conocía: Peyresourde, Aspin, Tourmalet, Soulor y Aubisque. Lapize avanzó penosamente por la ruta de los mitos a golpe de dolor. Llegó a la cumbre del Aubisque, arrojó la bicicleta al suelo, se dirigió hacia uno de los organizadores de la prueba y, cuando sus pulmones se lo permitieron, plasmó la primera sentencia en los anales del ciclismo: «¡Asesinos!». Lapize resumió en una palabra lo que muchos corredores han descubierto durante más de un siglo: el instinto criminal del Tour.

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La ronda francesa, el festival del sufrimiento humano, está llena de historias trágicas como la de Tom Simpson –que murió en el Mont Ventoux por abusar del dopaje, el mayor enemigo del ciclismo– o divertidas como la de Vicente Blanco –un cojo bilbaíno que se 'dopaba' con bacalao y que, para tomar la salida del Tour, recorrió en cinco días los 1.100 kilómetros que separaban su hogar de París–. La memoria de los aficionados está copada de las grandes batallas entre Coppi y Bartali, Anquetil y Poulidor, Merckx y Ocaña, o las hazañas de Induráin, Hinault y Armstrong, pero también los infortunios de secundarios como Walkowiak –quien se arrepintió de haber llegado a París con el maillot jaune– o el argelino Zaaf que, cuando estaba a punto de ser el primer africano en ganar una etapa, se emborrachó y cayó mareado.

La Grande Boucle constituye un tratado inamovible de pasión que desafía los límites del cuerpo y la mente de los ciclistas. Durante 21 días la serpiente humana recorre todo un país, deslizándose por las colinas, bordeando sus costas, escalando y bajando montañas, colapsando las grandes ciudades y llenando de vida lespetits villages.

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