Periódicamente sufro el arrebato de intentar mejorar mi inglés que al final siempre se diluye como una fiebre pasajera. En el penúltimo acceso que padecí contacté con un amable mocete de Knoxville de flequillo rojizo, alergia a Trump y unas ganas infinitas de aprender.

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Dos ... veces por semana, en alguna cafetería con la música lo bastante tenue como para escucharnos mutuamente, sacábamos un tema al azar y la conversación brincaba sin brújula entre su idioma y el mío. Al cabo del tiempo caí en la cuenta de que me engañaba. Mientras yo sudaba intentando hilvanar un diálogo más o menos coherente, él interrumpía con educación la charla a cada rato interrogándome sobre el significado de esta o aquella expresión, los matices de un concepto. Yo balbuceaba; él no paraba de ganar vocabulario. Si hablar en una lengua ajena supone un esfuerzo notable, intentar explicar el significado de palabras que uno emplea a diario sin reparar en el fondo de cada una de ellas puede llegar a ser insuperable.

La cima de esos exámenes improvisados a los que el pelirrojo de Tennessee me sometía llegó al cuestionarme si distinto y diferente son sinónimos. El café con leche fría que tenía delante me quemó. A falta de una respuesta científica basada en los conocimientos léxicos que no tengo, le puse el ejemplo de Javier. No es distinto ni diferente. Se enfada igual que cualquier otro adolescente, le gusta acudir cada día a clase tanto como detesta las asignaturas que se le atragantan, es capaz de abrazarte con una intensidad descomunal y al rato blindarse dentro de su mundo de música y deportes. Es idéntico a los otros chavales de su edad, pero con su propia manera de expresarse, sus manos acolchadas, esos ojos achinados cuando ríe con ganas. Único. Tanto como cada uno de nosotros. 'Síndrome de Down', le aclaré a mi nativo de turno. Por la sonrisa que puso no sé si entendió qué quería decir. Ni siquiera si le hablaba en inglés o en español.

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