Zalacaín, el restaurante aventurero
GASTROHISTORIAS ·
Igual que el héroe barojiano, el mítico comedor madrileño será recordado como una leyenda pese a su triste finalANA VEGA PÉREZ DE ARLUCEA
Lunes, 16 de noviembre 2020
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Igual que el héroe barojiano, el mítico comedor madrileño será recordado como una leyenda pese a su triste finalANA VEGA PÉREZ DE ARLUCEA
Lunes, 16 de noviembre 2020
Leen los niños de hoy 'Zalacaín el aventurero' en el colegio? No lo sé, pero ustedes y yo sí que lo hicimos. Por eso sabemos que Martín Zalacaín, el héroe de Urbía, muere al final de la novela víctima de una bala enemiga. Por sorpresa y por la espalda, cuando la Tercera Guerra Carlista está casi finiquitada y en el libro todo parece presagiar ya un desenlace feliz. Por mucho que Pío Baroja hubiera ido dando pistas, la muerte traicionera de Zalacaín a mí me sentó como un tiro, igual que el anuncio de cierre del restaurante homónimo. El famoso comedor madrileño ya compartía nombre y origen geográfico (Navarra) con el héroe barojiano, pero a toro pasado parece que ambos Zalacaínes estaban destinados a sufrir un inesperado final trágico, y también a convertirse en leyenda.
Después de una semana repleta de elegías zalacainescas, creo que el público se ha divido en dos grupos sociológicos. Por un lado están aquellos que fueron fieles clientes o comieron alguna vez en Zalacaín, a quienes su recuerdo de la experiencia les basta y les sobra. Enfrente se encuentran los que nunca tuvieron oportunidad de probar las mieles de este lujoso restaurante, quizás un poco hartos de leer sobre ese rincón de las élites en el que ni aunque quisieran podrán poner ya los pies. Tengan un poco de paciencia conmigo, porque no soy ni de unos ni de otros. Curiosamente echaré de menos algo que nunca conocí, un lugar en el que jamás estuve pero cuya existencia me reconfortaba de un modo singular.
Cuando en 2018 publiqué el libro 'Cocina viejuna' fantaseé con presentar aquel recorrido histórico-nostálgico por la comida de los años 70 y 80 allí, en Zalacaín, rodeada de coloridos canapés, crêpes flambeados y camareros de la vieja escuela. Aquello no llegó a ocurrir porque hoy en día las editoriales ya no organizan presentaciones rumberas.
Abierto en 1973 y tristemente cerrado en 2020, Zalacaín será para siempre un icono de la cocina orgullosamente pasada de moda, un santuario en el que los platos no necesitaban seguir las tendencias ni tampoco epatar al comensal para dejar en él una impresión indeleble.
Me he acordado estos días de cierta conversación que hace meses mantuve con un flamante y recién licenciado en cocina, de esos que han ido a una escuela carísima y presumen de haber pasado –aunque sea brevemente– por tropecientos fogones estrellados. Hablando de restaurantes que a cada uno nos gustaría visitar también mencioné, con ojos brillantes y expresión ilusionada, el Horcher y el Zalacaín en Madrid. «No me suenan», dijo él.
Quizás ese sea el verdadero problema de nuestra cocina actual, que parece una nueva rica que desconoce todo lo que no sea carne de Instagram. La gastronomía española a.B. (antes del Bulli) es desgraciadamente una gran incógnita para las nuevas generaciones e incluso para muchos gastrónomos añosos que aprendieron a gastar en menús esferificados.
Zalacaín fue hasta marzo uno de los pocos sitios en los que se seguía oficiando esa comida deliciosamente atemporal, hecha con mimo y servida con reverencia que cada día escasea más y más. Que fuera un lugar de reunión para las élites sociales y económicas no le quitaba mérito: de hecho, había sido la razón de su éxito. La alta gastronomía tal y como la conocemos desde principios del siglo XIX es cosa de minorías y de rascarse el bolsillo.
Pero la excelencia tiene un precio y Zalacaín llegó a lo más alto de la gastronomía española gracias a una irrenunciable búsqueda de la excelencia. El proyecto de Jesús María Oyarbide (Alsasua 1930-Madrid 2008) nació en 1958 en el Alto de Etxegarate, justo en la frontera entre Gipuzkoa y Navarra. Entonces se presentaba como restaurante modesto, pero con altas miras.
Era su esposa, Consuelo Apalategui, quien cocinaba en esos primeros años y también quien conquistó los estómagos de los muchos viajeros que entonces hacían la ruta Madrid-Irún. Juntos dieron el salto a Madrid en 1963, primero en el Príncipe de Viana y diez años después en el más distinguido Zalacaín, poniendo en boga en la capital una cocina vasco-navarra con toque francés y guiños tradicionales que, en 1987 y por primera vez en la historia, mereció según la Guía Michelin tres estrellas para un restaurante español.
Las lució hasta 1996, pero incluso sin distintivos michelínicos Zalacaín siguió presumiendo de un servicio en sala perfecto, de una carta clásica y de un equipo que ostentaba varios Premios Nacionales de Gastronomía. Mucha gente se ha acordado estos días de Benjamín Urdiain, jefe de cocina de Zalacaín cuando le cayeron las tres estrellas, pero a la misma saga pertenecieron Custodio López Zamarra, Liberto Campillo, José Jiménez Blas, Valentina Saralegui, Javier e Iñaki Oyarbide y, por supuesto, sus padres Chelo Apalategui y Jesús Oyarbide, fundadores de un restaurante en el que, como en los de los viejos tiempos, no importaba tanto quién sudara tras las ollas sino mantener todos los días un nivel irreprochable.
Nunca probaré sus patatas soufflé, pero lo importante es que Zalacaín existió y trajo aires nuevos, y fundamentales, para la historia de la cocina española. Ojalá el retrato de Pío Baroja que adornaba el despacho de Jesús Oyarbide esté a buen recaudo, tanto como la receta que Zalacaín hizo inmortal precisamente con su nombre: los pequeños búcaros Don Pío.
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