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Ejemplares de trufa recogidas en el valle del Leza (i) y de fungicultura en Torrecilla. S.M/L.R.
Un tesoro que nace debajo de la tierra

Un tesoro que nace debajo de la tierra

Trufa. Este hongo se ha convertido, en el último siglo, en un cotizado aderezo para diferentes (y muchas veces, sencillos) platos de la gastronomía popular

E. PELÁEZ

Lunes, 18 de enero 2021

Más allá de su obvio valor gastronómico, la trufa es un fetiche. A su naturaleza de alimento misterioso y subterráneo se suma un alarde de inteligencia vegetal: el hecho de desarrollar pequeñas cantidades de androsterona, una feromona con un aroma irresistible para algunos animales.

La trufa es un hongo. Su micelio, un sutil tejido de fibras subterráneas, se asocia a las raíces de árboles, sobre todo quercus, pero también tilos, hayas, pinos o chopos, en terrenos calizos. Esta simbiosis permite que la trufa transmita al árbol minerales que absorbe del suelo y se alimente de azúcares de la savia. Cuando el micelio llega al punto justo de desarrollo, las fibras se densifican formando un cuerpo compacto, cuyo tamaño puede oscilar entre una nuez y un puño grande, que contiene las esporas y reclamos aromáticos para hacer posible la reproducción.

Como explican los micólogos Laia Aldomà y Pere Muxí «a pesar de ser uno de los tres países del mundo con mayor producción, en España el conocimiento de la trufa en la gastronomía popular era casi inexistente hasta hace pocos años». La gran riqueza nacional en trufa negra (en producto cultivado España es líder en el mundo) se ha desarrollado en poco más de un siglo, a partir de la llegada de los primeros buscadores franceses a finales del XIX a Cataluña. Un siglo después, a finales de la década de 1980, cuando se perfeccionó el cultivo utilizando plantones de árboles con raíces inoculadas con micelio, muchos terrenos forestales recuperaron valor para sus propietarios con el cultivo de la 'Tuber melanosporum' y la 'Tuber aestivum'. Hoy, Sarrión (Teruel) es el epicentro de la trufa española, pero hay cultivos en Huesca, Soria, La Rioja, Álava y Navarra, Lérida y Barcelona, Castellón, Cuenca y Albacete, Extremadura, Cantabria y Asturias, y según los expertos, el hecho de ser cultivadas o silvestres no supone diferencias en la calidad organoléptica de las trufas. Existen unas 40 subespecies de trufas, aparte de setas de aspecto parecido, como algunas criadillas de tierra, que se han vendido de forma fraudulenta como trufas.

Los aromas de las trufas son tan complejos porque además de los olores endógenos, como son los compuestos sulfurosos (normalmente sustancias defensivas), almizclados (androsterona) o gases consustanciales a los mohos, hay matices aportados por el sotobosque y variaciones dadas por la condición del hongo. Los expertos llegan a decir que cada trufa es un mundo aromático único, pero en todo caso la trufa blanca es tan apreciada por ser más potente en aromas que la negra, y distinta; un punto picante en alguna nota que recuerda a ajo, a fermentación o a queso. A cambio, los aromas son mucho más volátiles, se extinguen en el cocinado con calor y alcanzan su máximo desarrollo si la trufa se lamina o ralla lo más finamente posible sobre el plato caliente justo antes de consumirlo, ya en la mesa.

La trufa negra, en cambio, se puede tomar de esta forma o utilizarla para cocinar, porque sí preserva sus aromas a temperaturas elevadas y por más tiempo. A la hora de comprar, no es un indicativo de calidad el tamaño, pero sí la lozanía: dureza, ausencia de heridas o agujeros de gusanos, y aroma agradable, limpio y potente. Dado que es un producto caro y con el que no todos estamos familiarizados, acudir a un distribuidor de confianza.

En cuanto al precio, mientras que la trufa blanca 'Tuber magnatum' se cotiza entre 2.000 y 6.000 euros el kilo, la trufa negra oscila entre los 350 euros y los 1.500 euros el kilo. Las trufas de cultivo suelen llegarnos ya limpias. Si no es así, se limpian bajo el grifo de agua fría, frotando con un cepillo suave lo justo para retirar restos de tierra que pueda tener adheridos. Se secan perfectamente, se envuelven en papel y se meten en un tarro de cierre hermético para guardarlas en la nevera. Conviene consumirlas cuanto antes, idealmente en 3-5 días. Aunque en el mercado encontremos alimentos aromatizados con trufa (huevos, arroz, aceites...), no conviene meter la trufa entre estos productos como método de conservación, y cuidado con los aceites de trufa caseros, porque el hongo se puede descomponer y volverse peligroso, aparte de que el aroma dura poco. Si nos vamos a permitir el lujo de consumir trufa fresca, también conviene hacerse con una buena mandolina o rallador. Las lascas, mejor cuanto más finas y abundantes para que la trufa sea la verdadera reina del plato. En el mercado abundan los alimentos aromatizados con trufa, pero algunos, como los aceites, son muy criticados porque salvo excepciones no llevan trufa, sino sulfuros de síntesis química que dan la persistencia y potencia que no tiene la trufa natural, a cambio de una mucho menor complejidad aromática. Los aceites aromatizados con trufa natural son menos potentes y duraderos.

Tradicionalmente se combinan con alimentos suaves y preferiblemente grasos que les concedan el protagonismo; desde unos simples huevos fritos o mollet a patatas, pastas, quesos cremosos y risottos, en una lluvia laminada sobre el plato justo en el momento de servir. Esto es válido para la trufa blanca y la negra, pero la negra también es perfecta para aromatizar carnes blancas y aves, fiambres y embutidos, terrinas, foie, quesos y salsas cocinadas, siempre con el único límite de evitar tapar su sabor.

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