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Si las vidas de miles de personas se pudiesen secuenciar en dibujitos como el código de un genoma comprobaríamos que cada una de ellas es distinta de las demás, pero también que comparten pequeños trocitos idénticos que se repiten a lo largo de los años. Es posible que algunos de esos momentos iguales que se quedaron grabados se correspondan a una misma emoción: sus comidas en Zuberoa.

El restaurante de los Arbelaitz nació a la vez que muchos de nosotros y nos ha acompañado desde siempre en algunos de los momentos realmente especiales de nuestras vidas. En la mía, una maravillosa becada, pico en ristre, obsequio del chef al final de una comida, a punto estuvo de terminar con un noviazgo que entonces empezaba. Afortunadamente, superamos el trance de la cabeza y las patas del pajarito... y hasta hoy. Aunque comí doble, los platos regresaron limpios a la cocina, como se debía.

En los comedores y en la terraza del viejo caserío Garbuno quedan escritas muchas más historias que las de los tres hermanos, sus esposas y su equipo. Si las mesas hubieran sabido grabar lo allí dicho y sentido... podríamos publicar una epopeya de la sociedad guipuzcoana del último medio siglo y también la de sus vecinos de Iparralde y Hegoalde de regalo. Pero no piense el neófito que hablamos en minúscula, de celebraciones festivas de la BBC, (bodas, bautizos y comuniones) sino de sentimientos hondos, de amores irredentos, de negocios pingües y de pactos inconfesables.

Todo ello bajo el cuidado y atenciones de una familia que asumió como dogma el respeto a las cosas bien hechas... y a sus clientes. El compromiso colectivo de la casa por encima de las modas, las guías y los disgustos, aquella filosofía tamizada siempre por la tendencia al silencio y a la sutileza en las formas y en el trato. Las abuelas resumían aquella filosofía vital tan propia de los viejos caseríos con aquella frase tan poderosa como sencilla: «Poco decir y mucho hacer». Desde el humilde cliente que había llegado por primera vez hasta el más elevado de los críticos gastronómicos recibían el mismo respeto en el plato y en la mesa.

Mimo al cliente y al producto

Casi siempre que escucho hablar de Zuberoa se trata de elogios sobre sus platos icónicos, de su foie con garbanzos, del puré de patatas o de la tarta de queso, –'xelebre' mucho antes de que cualquier otra tarta de queso se volviera famosa–, pero apenas escucho referirse a ese modo de tratar a los clientes y a los productos con el mismo rasero, mimados con respeto y sin condescendencia, cuidados hasta niveles realmente inusuales.

De las cosas buenas que tiene este oficio cuando se sigue practicando a una edad venerable es poder mirar impreso tu propio pensamiento, el que fue hace años, y revivir cómo entendías las cosas entonces: «Zuberoa es la Sorbona de la memoria gustativa de ambos lados de la frontera», decía yo. «Hilario Arbelaitz es el único al que todos los cocineros del país hubieran querido tener como maestro». En todos los textos que he escrito sobre la realidad de la cocina vasca contemporánea aparece Hilario, así sea en el frontispicio o entre líneas. Él es hombre tranquilo, la piedra de clave que ha hecho de puente entre la generación que inició la nueva cocina vasca y la siguiente, el respetado por todos, pero también el que facilitó el intercambio de las cocinas, los productos y los gustos de ambos lados de la muga que tan rápido modernizaron los viejos recetarios.

Nunca un periodo de tiempo tan corto como las tres semanas que el joven Hilario pasó en la localidad vascofrancesa de Ainhoa, en el restaurante Ithurria de Maurice Izabal, han sido tan relevantes para docenas de cocineros de varias generaciones posteriores.

La muerte del padre sacó a Hilario del seminario y lo puso lejos del púlpito y del frontón, su gran pasión. De su madre María y de su tía Ángeles aprendió la cocina de toda la vida y las bases del oficio que después enriquecería con nuevos productos y preparaciones, al albur de las sucesivas cocinas que han ido llegando en el último medio siglo, pero sin perderla nunca de vista.

Sublimación del gusto

No pocas veces se ha dicho de él que era el más vanguardista de los tradicionales vascos y el más tradicional de los vanguardistas. Es posible. Siempre seguro, siempre en mitad del camino, donde dicen anida en el sentido común. De su cocina yo destacaría la destilación y sublimación del gusto colectivo de los vascos, la elevación estratosférica de los sabores y las texturas de la comida popular que en nuestro paladar y cerebro nos representan mejor que cualquier bandera.

En cada una de las comidas en Garbuno no solo se disparaba alguna visión de la madre o la infancia, sino que el paladar del comensal se sentía comprendido, le conocían como casi nunca antes y casi nunca después. Hay muchos restaurantes a los que acudimos para que nos sorprendan. A Zuberoa regresábamos una y otra vez para volver a sentir lo mismo que aquella primera vez.

Cierran la puerta con todos los honores y legiones de clientes satisfechos y ahora tristes. La única nota discordante es que no le fueran devuelta 'en vida' aquella estrella que nunca debieron quitarle. Yo también los asciendo a los cielos.

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larioja Zuberoa