El Jardín de las Iguales... tan distinto
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Detrás de la poesía a veces no hay lírica, sino épica. La belleza anida en las geografías más insospechadas y hasta más rudas. Si hablamos de viñas, la exuberancia está reñida casi siempre con la esencia. La piedra soporta mejor el tiempo, el frío y la calma necesaria que el fértil humus. Bautizadas con el nombre más evocador de los posibles, emulando al famoso cuadro de El Bosco, de fuerza y hermosura aún hoy incomprensibles, retan a los siglos unas docenas de cepas viejísimas a las que llaman El Jardín de las Iguales porque quiso el azar que dos de ellas crecieran idénticas como sendas gotas de vino.
Dicen los que saben que de sus uvas nace con el mismo nombre un vino de garnacha (y otro de macabeo) como casi ningún otro en el mundo, de máxima finura y complejidad, capaz de reproducir en la boca sabor de pizarras y cuarcitas, el clima recio y hasta la vegetación de ese rincón del valle de Barrandijos, en el término municipal de Alpartir, en plena Sierra de Algairén, no lejos de Calatayud. Yo cierro los ojos y asiento con la cabeza cuando apuro varias copas de las añadas que aún se están puliendo en los calados subterráneos que se excavaron hace 250 años.
A 18 metros bajo tierra, el tiempo y el silencio se alían con la locura del alquimista, estudioso o bodeguero que lo produce, un ingeniero mecánico que enloqueció como Alonso Quijano con los vinos y los viñedos y fue dejando todo lo demás. Su yelmo de Mambrino es una pipeta en la que hace el vacío y succiona con su propia boca con la fuerza de un elefante y la delicadeza de un neurocirujano infantil.
En Alpartir le tratan ya casi como a uno más de los 400 vecinos, un tanto excéntrico por aquello de que vive literalmente encima de sus toneles y depósitos y en lugar de irse, como llevan haciendo casi todos desde hace 50 años, ha venido a vivir al pueblo. Además ha conseguido que el vino de aquellas viejas viñas se venda y se compre a precios que jamás hubieran ni siquiera imaginado. Es un orgullo colectivo contenido de tan grande que es y también objeto de envidia inconfesable. Ya se sabe: pueblo pequeño, infierno grande.
En Alpartir no recuerdan unos visitante tan ilustres como los que vienen a ver las viñas más altas del pueblo, que llevan ahí desde mucho antes de que la guerra civil partiera todo por la mitad, medio siglo antes de que el mundo rural cayera sumido en la desgracia de verse como la sociedad fracasada. Por cada uno de Zaragoza que se muda al pueblo hubo mil que hicieron el camino inverso.
Entre los santos más santos está uno muy querido en Aragón: San Frontonio. Cuenta la historia que le cortaron la cabeza y la arrojaron al río Ebro, pero que en vez de viajar aguas abajo llevada por la corriente, la cabeza de Frontonio empezó a subir aguas arriba y remontó el Ebro y el Jalón hasta llegar a Épila. Fernando Mora tiene la cabeza sobre los hombros, que no quiere decir exactamente que la tiene en su sitio. Pero al igual que Frontonio, nombre y frontispicio de su bodega, el que le define realmente, va al revés de la corriente.
Hasta alguno de los más sabios del ramo en Aragón me reconocía el miércoles que se equivocó con él, que parecía un chico extemporáneo, un tanto locuelo, con ideas que parecían nunca pasarían de ocurrencias, pero que ha cambiado la historia del vino en Aragón él solo. O casi. Es un tema metonímico. Frontonio es él.
Le decían que nunca podría darse un vino de garnacha fresca en Aragón, que es casi imposible más abajo de Gredos, pero él no solo les demostró que sí, sino que aumentó la apuesta y la elevó hasta lo que en su mundo es cuadruplicarla: un 98 puntos Parker.
Mora empezó haciendo vino con unas uvas regaladas en la bañera de su casa, pero la determinación y una nariz privilegiada, entrenada por una obsesiva persecución de los olores desde que era un niño, casi como un perro de los que usan en su tierra para detectar las trufas, hicieron el resto.
El chico Mora se sacó el doctorado en Oxford o Harward del mundo del vino, el master of wine, en dos años y medio cuando la mayoría de sus compañeros tardaban seis u ocho. Fue uno de los primeros españoles que lo conseguía, como si hubiera nacido para esto y desde entonces su locura fue asumida por la gente como si fuera una simple excentricidad, un tipo inteligente.
Sin despeinarse mucho siguió metiendo la nariz en cada depósito, en cada tonel... y llegó a producir uno de esos vinos que cuando cuentan que se venden por cupos, que se agotan antes de salir al mercado, nos parece que hablaran de Borgoña, no de Aragón. Hablamos de una viña, de un sistema de elaboración ancestral, con sus raspones y su pisado a pinrel, que más allá de las excentricidades están criando una suerte de Romanée Conti de Zaragoza.
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