El vino transita de milenio en milenio a caballo entre la épica y la lírica como ningún otro producto nacido de la tierra. El tiempo edifica la épica y la fresca y oscura bodega va llenando las botellas de lírica. La vida que continúa lenta ... pero implacable en el encierro silencioso de una botella, la imprevisibilidad de la cosecha o la pura casualidad y la escasez lo convierten en un auténtico talismán cultural.
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Esta semana, en Córdoba, caí en la cuenta de que ni yo ni nadie –o casi, el mundo es muy grande– había reparado en un tipo de vinos escasos que reproducen todas esas cualidades superiores. A los que me refiero transitan por la historia como el Guadiana, con espacios temporales en los que desaparecen y un día, a veces muchas décadas después de ser vistos, vuelven a recuperar la existencia, a veces convertidos en auténticas joyas. Les hablo de los vinos tapiados. No es que pertenezcan a una clasificación común entre los 'master of wine', solo que de algún modo debemos llamarlos. No piensen en complejos procesos de elaboración. Simplemente alguien decidió ponerlos a cubierto de ojos y manos levantando una pared delante de ellos. El tiempo hizo el resto dentro de las botellas y fuera, equiparando con humedades y mohos varios el color de los muros.
A lo largo de la historia hay casos conocidos de vinos tapiados, casi siempre para evitar expolios. Un miembro no precisado de la Marchesi Antinori, productora de uno de los vinos más afamados de Italia, ocultó durante la Segunda Guerra Mundial las botellas históricas más valiosas de su bodega detrás de una capilla de su propiedad en la Toscana. Los santos las protegieron hasta la década de los 90, cuando fueron redescubiertas. Ahora forman parte de la historia de la bodega. Otro de los casos más famosos es el de la mítica Château Latour, en Burdeos. Durante la ocupación alemana, las autoridades nazis estaban confiscando vinos de calidad para enviarlos a Alemania.
Y así podríamos seguir con muchos ejemplos, caso de la Bodega Dra-ppier, en la región de Champagne. La familia Drappier escondió sus vinos detrás de bloques de cemento durante ambas guerras mundiales para protegerlos. En 1952 se encontraron cientos de botellas enterradas en la bodega y algunas de ellas datan de 1920. La bodega Houet, Chateau Latour y Mouton Roschild tienen historias similares. Y les contaré un caso a la inversa. La alemana Weinhaus Huth tapió en sus sótanos miles de botellas para salvarlas de los bombardeos aliados. El vino se mantuvo oculto durante décadas y no fue descubierto hasta 1987, año en el que unos obreros que reformaban el local las volvieron a la luz.
Estos vinos míticos no solo se dan en las históricas bodegas del mundo. Aparecen cuando menos se lo espera uno. Anteayer me topé con dos de ellos en Córdoba mientras comía en el restaurante de Periko Ortega, Recomiendo. El cocinero traía entre su manos una botella con la etiqueta borrada por el tiempo, sus manos grandes la acariciaban con la delicadeza de un zapato para Cenicienta. Se trataba de una botella de Munda, un vino de Montilla, un medium dry, como se llamaba al vino abocado entonces, un coupage de fino no muy viejo con oloroso, probablemente, porque de aquella mezcla no hay documento escrito. La bodega que vendía por el mundo con éxito aquellos vinos de Pedro Ximénez, nacidos en el viñedo Lagar de la Salud, era la desaparecida Velasco Chacón que usaba marcas diversas dependiendo de los mercados. Munda se refería al topónimo del lugar de Córdoba en el que Julio César decidió mantener la batalla contra las tropas de los hijos de Pompeyo, 45 años antes de que naciera Jesucristo, para no pisar las tierras del fértil viñedo de Montilla –dicen algunos historiadores y yo les cuento– y como homenaje a aquella batalla ganada por el amante de Cleopatra, más fiel al vino que a sus sucesivas amantes, las botellas tomaron su nombre.
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En 1975, una época en las que las bodegas del marco de Montilla entraron en declive, Velasco Chacón fue vendida y el primer comprador decidió tapiar varios palés de aquellos vinos pertenecientes a un pedido que debía salir para los Países Bajos y que nunca viajó. Pasados más de cuarenta años, después de dos nuevas ventas de la bodega de la calle Burgueños, el vino salió a la luz y a la venta, convertido en una golosina amansada por los años, suave como los zapatos de raso de Cenicienta, según dijo ayer mi garganta. Y también un hermano suyo, más abocado, que se vendía con la marca Joshue, quién sabe para dónde, más dulce aún.
En esas estaba y me llegó un recuerdo de la infancia. Aquella película con Anna Magnani y Anthony Quinn, El secreto de Santa Vittoria, en la que un pueblo entero de la comarca de Alba se negaba a entregar su millón de botellas a los nazis con su improvisado y borrachito alcalde Bambolino a la cabeza. El vino no era solo una bebida, era la memoria, el espíritu y el sentido de todo un pueblo. No sé si me explico.
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