Hubo un tiempo en el que apostatar de las Navidades era un gesto de progresía, según la terminología política más actual en este país. De un solo golpe, como el cinturón del sastrecillo valiente, se rompía con uno de los símbolos más importantes de la ... religión cristiana, con una de las costumbres más arraigadas y representativas del modelo de familia tradicional y hasta con el consumismo que se había apoderado de las fiestas desde los tiempos de la tele en color. Pese a aquel intento sostenido, hoy seguimos reuniéndonos en torno a la mesa los días señalados en el calendario, parando el carro y haciendo cosas que en nuestra sociedad postmoderna practicamos cada vez menos a lo largo del año.
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Actualmente, la negación y el cuestionamiento ideológico son menos subversivos que la pura reivindicación de la Navidad como tiempo de reencuentro. Dicho de otro modo, lo tradicional se puede convertir en un fermento contracultural en este mundo en el que lo políticamente correcto va, como el péndulo de Foucault, de un extremo al otro. Por lo pronto, en estas fechas podemos vivir a un ritmo más lento, compartir la mesa con un grupo mayor que el de la familia nuclear y escuchar durante horas o días a personas a las que teóricamente estamos ligados por lazos estrechos pero a los que vemos poco o nada.
Si bajamos a lo que más nos importa en esta columna, las cosas del comercio y el bebercio, podemos afirmar que cocinar para la familia los alimentos que se han de compartir es una decisión que hace tiempo ya pasó de tradición a la contracultura, sobre todo en el caso de las nuevas generaciones cuya intención sobrepasa los días reglamentarios de la Nochebuena y la Navidad. Guisar a diario, al menos como aspiración, se ha convertido en una de las actividades más valiosas a la que dedicar nuestro tiempo, ese que consideramos escaso, y nuestro cariño, ese que a veces tan difícil es de gestionar.
Difundir esta idea en muchos entornos sociales es tan quimérico como lo fue querer cargarse la Navidad porque los nuevos estilos de vida son un obstáculo, por más que podamos pensar lo contrario debido al espacio que la comida y los restaurantes ocupan en las redes sociales. El principal argumento en contra –disculpa, dirán algunos– es el de la falta de tiempo y le sigue el de la dificultad técnica, ambos refutables, sobre todo el segundo. Es cierto que sobre el primero habría más que discutir y posiblemente todo se resuma en el orden de prioridades de cada uno. Hay quien entiende la cocina como una pérdida de tiempo, por lo que da igual que sean diez minutos o tres horas los que debe pasar en ella, hasta el punto de que las personas que compraron huevos fritos en un conocido supermercado en el primer día de su venta se contaron en decenas de miles. Se tiene tiempo para ver tres capítulos de la serie favorita, pero no para cocinar veinte minutos, en vez de pedir una pizza por teléfono.
Uno de los conceptos más en boga en estos momentos es el de soberanía alimentaria de un país, la capacidad de dotarse de sus propios alimentos y no depender de los vaivenes de los mercados mundiales. Yo considero que hay otra versión del mismo más importante aún: la soberanía alimentaria familiar. Me refiero a la capacidad de cocinar para los tuyos todo aquello que se ha de ingerir. Comer más rico y más sano, más barato y de un modo más responsable con el planeta. No depender de los platos hechos y ultra todo: ultraprocesados, ultracongelados y ultracaros.
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Quizás yo me pare a pensar en estas cosas precisamente en estos días en los que la agenda no es un ser tan demandante. Los sistemas de calefacción más hogareños que conozco son la chimenea y el horno. Encenderlos y alimentarlos de leña y de viandas y caldear la casa con calor y olores que me transportan a otras épocas de mi vida me hace muy feliz. Se que vuelvo periódicamente con este tema como la burra al trigo, al menos desde hace casi dos lustros, y siento que mi preocupación me va volviendo militante. Escribía entonces que en estas sociedades neopopulistas hay que manifestarse para no ser cómplice ni parte de esa mayoría gelatinosa y manipulable y anunciaba que iba a tomar partido y así sigo: declarándome camarada de los que aman –como productos símbolo– la masa de harina fermentada, el vino y todo lo que las levaduras nos ofrecen.
Para este 2024 que nos viene, me reafirmo. Hay pocas actividades más reconfortantes en una cocina familiar que amasar y hornear tu propio pan. No es solo el aroma que inunda la casa entera, ni el intenso sabor de la hogaza recién cocida en comparación con las inertes barras que se comen a diario, sino también el rito de elaborar con tus propias manos el más simbólico de los alimentos para un occidental. Quien es capaz de hacer su propio pan, puede hacer cualquier cosa por su familia.
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