El Atlántico bate con fuerza la costa oeste de Lanzarote a media mañana de un sábado de setiembre. Media docena de paisanos locales y otra media de forasteros esperan el retorno de las barcas de pesca que salieron a las 5.30 A. M. desde ... el abrigo del pequeño muelle de La Santa. Cada día hay que sacarlas del agua y botarlas de nuevo. Aquí no hay sitio para comodidades. La marea sube y baja, llena y vacía, como dicen los locales, lo suficiente para que las embarcaciones quedaran varadas y destrozadas.
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Cuando las barcas de la familia Oliveros, primero la que salió a la gamba y poco más tarde la que fue al carabinero, enfilan el estrecho acceso al puerto, maniobra solo al alcance de patrones que lo vieron hacer cientos de veces de niños y después lo repitieron otras tantas, parecen 'surfers' que buscaran la fuerza de la ola para no terminar encallados en el roquedo volcánico. Con habilidad y hasta con gracia logran subirse a ella y entrar impulsados hasta el abrigo del pequeño dique donde les espera el remolque para subirlos a tierra firme. A los pocos minutos, las preciadas capturas ya están en tierra. No son voluminosas, unas pocas cajas nada más, unos veinte o veinticinco kilos, pero traen mercancía muy valiosa que alcanzará precios muy superiores a los de cualquier pescado.
Los carabineros recién capturados impresionan. Solo hace tres años que se pescan de forma regular y el banco, a más de ochocientos metros de profundidad, nunca antes había sido tocado. Las nasas de más de dos metros de altura, construidas y perfeccionadas por los pescadores de La Santa, atrapan tan solo a los más grandes, de modo que los ejemplares que suben a la superficie son superlativos, algunos de más de treinta centímetros de grande, de hasta 300 gramos de peso. Con ese porte, todos se fijan en su cuerpo –el tamaño importa también en el marisco–, en su rojo superlativo. Sin embargo, casi nadie repara en sus ojos enormes que parecen bolas de bronce bruñido y que dejarán de estar así de turgentes e impactantes en minutos. La frescura es absoluta. Son ojos enormes en comparación al tamaño corporal del ejemplar, adaptados para ser especialmente sensibles a la única luz que existe en las profundidades, la bioluminiscencia emitida por algunos habitantes, como calamares gigantes, peces o crustáceos. Estos órganos están compuestos por muchísimas pequeñas unidades u omatidios especializadas en detectar luz, sombras y movimientos para poder así desenvolverse y percibir tanto a las presas como a los depredadores. Esas bolas de nácar, alta tecnología natural, se tornarán negras y nadie reparará en la gran obra de la naturaleza, en la capacidad de adaptarse a un lugar donde la presión es noventa veces superior a la de la superficie.
Los carabineros de La Santa, los Aristaeopis edwardsiana, son un símbolo de la riqueza que encierra el océano en su zona batial, entre los mil y los 4.000 metros, y también de esperanza para una pequeña comunidad de pescadores y de la gastronomía de Lanzarote y de todas las islas.
Ricard Camarena disfruta como un niño con los ejemplares en sus manos y tan solo una hora después de haber sido desembarcados los estudia como un biólogo, los abre, huele y prueba. Los cocina de todas las maneras posibles y sonríe al sentir el dulzor, la textura y la delicadeza de los que pasaron por agua sin hervir o por el vapor. El interior de la cabeza esconde la mayor parte de los órganos del carabinero y con semejante frescura es fácil extraer dos partes que parecieran los sesos. La memoria y la identificación visual le empujan a rozarlos con el vapor, pasarlos por harina y huevo y convertirlos en, quizás, los primeros sesos de carabinero que se hayan comido, logrando una profundidad de sabor y cremosidad realmente increíbles. Esteban Oliveros, el patrón de los pescadores, dice que jamás había probado algo así.
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Antes de volver a tierra, las nasas fueron devueltas al fondo del mar con atún listado como cebo. Allí estarán dos días. Hace tan solo cuatro años, oceanógrafos de Canarias les dijeron que así como había gamba abundante, las capturas de carabinero serían irregulares. Durante el tiempo del Covid, sin embargo, los Oliveros probaron aquí y allá, convencidos de que en algún espacio, a más o menos profundidad, encontrarían los preciados decápodos rojos. Y así fue.
La calidad y el tamaño de los carabineros de La Santa los han convertido en un producto de alta demanda por parte de los restaurantes no solo de las islas. La escasez podría volver el producto un lujo, pero siguen vendiéndose a un precio razonable de menos de unos noventa euros el kilo. Razonable si tenemos en cuenta que el pasado jueves la gamba roja de Denia se pagó a 290 euros. Los pescadores de La Santa no quieren una especulación en la que los intermediarios se aprovechen. Venden solo a quienes confían. Tal es así que han dejado de vender a una pescadería de la isla que estaba disparando los precios.
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