Nunca ha terminado de gustarme el sabor almizclado de las hormigas culonas. Las he probado solas, como snack, y en infinidad de preparaciones en Colombia. Son el ingrediente típico de la cocina santanderiana –el departamento andino con Bucaramanga como capital– pero se han ido extendiendo como un icono, pura reivindicación de soberanía alimentaria, en los restaurantes más punteros de Bogotá. A mi hija de cinco años tampoco le gustan mucho. Lo maravilloso es que ella no tiene prejuicios en comerse tamaño arácnido sin pensarlo dos veces, ni tampoco en escupirlo cuando el sabor le incomoda, por cierto. Lo importante es probarlo todo, me dice ella para reforzar la segunda acción.

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Me gustan mucho más las hormigas limón, las de origen amazónico, puro sabor a hierba luisa y limón e incluso las termitas picantes que el chef Álvaro Clavijo utiliza en algunas de sus salsas. He llegado a disfrutar en México comiendo pequeños chapulines tostados –entre la langosta y el saltamontes, diríamos– como si fueran pipas y no tanto con los mojojoys, o suri, que crecen en el interior de un tipo de palmera, gusanos amarillos gordos y mantecosos cuyo cuerpo tiene un ligero sabor a las nueces de Brasil y cuya cabeza amarga. Leonor Espinosa los utiliza habitualmente en su cocina y ahí los soporto, aunque la experiencia de comerlos vivos como hacen los indígenas y sentirlos calientes en mi boca, algo que solo he intentado una vez, no me dejó ganas para repetir.

Si alguien como yo, curioso incansable, fan de la comida y de lo desconocido tiene a veces estos problemas de origen cultural, qué no le pasará al comensal medio que solo soporta los ingredientes y sabores familiares. ¿Tanta fuerza tiene lo aprendido para que esos animales terrestres nos produzcan semejante rechazo?

Una cosa es que el sabor de algunos de ellos nos pueda parecer extraño en la boca por cuestiones de hábito y cultura alimentaria, como a mi hija, pero la mayor parte de las veces la repulsión llega mucho antes de metérnoslos en la boca. Los rechazamos solo al verlos, no somos capaces de pensarlos como un alimento, lo opuesto a lo que nos ocurre con los percebes o las cigalas. La realidad es que los crustáceos marinos y los insectos no dejan de ser primos lejanos, artrópodos invertebrados con exoesqueleto. Amamos los que nadan y no concebimos disfrutar con los que saltan o vuelan.

Si escuchamos a los expertos, empezando por la FAO, la Organización Mundial de la Salud, y a infinidad de universidades no nos quedarán muchas dudas de que el futuro alimentario de nuestra especie pasa por introducir los insectos como fuente alternativa de proteínas y nutrientes de alta calidad. Cien gramos de grillos contienen nada más y nada menos que veinte gramos de proteínas, amén de ácidos grasos, minerales y hasta fibra. Objetivamente parece no haber duda. Además, los insectos comestibles pueden desempeñar no solo un papel importante en la seguridad alimentaria mundial, sino también proporcionar beneficios ambientales significativos en relación con otros tipos de proteína. El consumo de agua, energía y materias primas necesarios para obtener una tonelada de alimento proveniente de insectos es infinitamente menor que el necesario para producir no ya una vaca, sino hasta muchos tipos de vegetales. Salvemos el planeta, comamos hormigas y saltamontes, se podría decir.

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Hay más de 2000 especies de insectos que se consumen en alguna parte del mundo y al menos en 130 países su ingesta es tradicional. ¿Pero por qué no avanzamos en este campo si todo parece tan favorable? ¿Tan poderoso es nuestro imaginario y las singularidades culturales?

El asco

Un grupo de investigadores de universidades europeas, entre ellos varios pertenecientes al grupo FoodLab de la Universidad Oberta de Catalunya, publicaron a principios de año un estudio sobre la aceptación del consumo de insectos basado en una encuesta a mil personas. La primera razón esgrimida para no comerlos, la que declara el 38% de los encuestados, es el asco. El 15% afirma que no lo hace por una carencia de hábito y el 9% porque tiene dudas sobre su seguridad alimentaria. Cuando se pone a los participantes en el estudio ante la tesitura de empezar a incluirlos en su dieta habitual, solo un 16% estaría dispuesto a hacerlo, frente al 82% que no lo haría en ningún caso. Después, cuando se les explica su potencial como alimento sostenible y beneficioso para el planeta estas cifras se modifican y la mitad llega a aceptar que sea una práctica en el futuro, eso sí, siempre y cuando se transformen los insectos en otra cosa y no sea reconocible su forma original. Se acepta el consumo de harina de hormigas, galletas o barritas energéticas a base de chapulines tostados, pero nada de enfrentarse al bicho en el plato.

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¿Se imaginan un sashimi de insectos en los restaurantes de moda en la próxima década? ¿No? Igual de extraño sonaba hace no más de veinte años la idea de que nos pudiéramos convertir en consumidores habituales de pescado crudo y que amaríamos el sushi tanto como la tortilla de patatas.

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