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Algunos años como este la primavera se arrebata y saca del escenario en volandas a un general invierno que ya no pasa de sargento. Fin de temporada. El grueso del 'populus' cacarea y aplaude los días largos y las horas al sol. Brincan de contentos ... los del Corte Inglés y los de las terrazas empiezan a preparar el agosto de seis meses. Casi nadie le llora al invierno, salvo en Andorra y Huesca cuando se les derrite lo suyo. Entre los aficionados a lo nuestro tampoco hay mucha lágrima. Los más defienden el noble otoño con sus setas y su caza. Los del bolsillo fuerte añoran ya el verano en el que se inflarán a 'productazo' en los chiringuitos finos de Fuerteventura o en d'Berto. ¿Pero quién llora por el enero muerto, vilipendiado desde el día en que regresan a Oriente los Reyes Magos? ¿Y por marzo? Al menos T. S. Elliot daba la cara cuando decía que «abril es el mes más cruel» y explicaba que el deshielo destapa los cuerpos de los soldados caídos.
Yo rompo una lanza de madera sostenible por estos meses secos de carácter y menos bullangueros –a excepción de los carnavales– y canto a las alcachofas de Tudela, al cardo, a las trufas y a los bichos marinos con cáscara, al mero y a las almejas finas. Me despido oficialmente de este invierno con un pequeño álbum de escenas, unas más invernales que otras.
Pocos platos existen que hagan más familia que un huevo frito. Cuando yo era pequeño el mundo se dividía entre los que los preferían con chorizo y los que los elegían con morcilla frita. Descubrí que nada en la vida era blanco o negro porque en casa de mi familia navarra se ofrecía también la opción de tomarlos con txistorra.
La patrona de una castiza calle madrileña pregunta al estudiante que tiene alojado en su casa: ¿Don Ángel, cómo quiere que le ponga el huevo? El joven, feliz de estar lejos de su padre y de llevar pantalones largos, le implora: «fritossssss». España salió técnicamente de la posguerra el día en que la cena de huevo frito se convirtió en la de dos huevos fritos.
En 2024, una niña se sonríe ante el plato con huevo cubierto de 'tranchas' de morcilla. De cerca, sin embargo, se puede observar que no son de morcilla de Burgos, sino de una imponente trufa negra de Soria, la última de las buenas que le mandó a la pequeña su amigo, el cocinero Óscar García. El plato con el que termina oficialmente el invierno queda bautizado: morcilla melanosporum con huevo frito.
Mis visitas a Japón son las únicas de las que hago por el mundo que se saldan con una maleta repleta de viandas. No faltan las bolsas con katsuobushi ni tampoco unos kilos de arroz variedad koshihikari hasta completar aforo. Lo que no me había topado antes es con un albariño japonés –nacido y elaborado por la bodega Says–. Me lo sirvió Yoshihiro Narisawa en su restaurante de Tokio y me sorprendió el perfil tan diferente al de sus primos gallegos, con su aire casi afrancesado. Más cerca de la perfección está el aceite de oliva Amakusa, originario de la prefectura de Kumamoto, una pequeña producción que escala en los concursos internacionales por su finura y calidad. Se puso a competir con los mejores aceites italianos en el imponente restaurante Bvlgari de Luca Fantin, en la torre de Ginza, y aguantó el embate.
Alguna vez les he hablado de los sakes 'kimoto' que tanto me gustan, los elaborados al estilo antiguo en cubas de madera y sin sustancias añadidas al agua, el arroz, el hongo koji y la levadura, de sabores más terrosos y robustos. Esta vez, sin embargo, me vi a mí mismo insistiendo en varias casas y hasta en la Japan Airlines con otros casi opuestos. Me refiero a los de la bodega Akabu, sobre todo uno llamado 'Gokujo no kire', que quiere decir «el mejor del mejor corte», el más nítido, con aromas frescos de piña, pera y manzana. Esta vez, sí, seco y vertical como un blanco gallego de los buenos. Deseando volver.
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