Ninguna de las tres ciudades del arranque son malos destinos para los amantes contemporáneos de la cocina, aunque no se parecen en mucho ni en lo que ofrecen gastronómicamente ni tampoco en la frecuencia de su latido culinario ni de sus precios. Madrid es la ... última en llegar al selecto club de gastrociudades y Donostia fue la primera, hace ya medio siglo, cuando en las otras dos capitales no podían imaginarse que un día recibirían hordas de turistas-gastrónomos que no iban a visitar museos, sino a comer en sus restaurantes.

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Se ha dado la circunstancia que en estas últimas semanas he andado saltando de una a otra y que en todas ellas he tenido algún momento de aleluya, de satisfacción gastronómica. Pocas cosas disfruto más que la visita a un restaurante que me hace recuperar la ilusión por la cocina aunque sea por un rato o por un plato. Me emociona que después de tantos años y batallas aún sean capaces de resucitarme un recuerdo o una emoción vivida, o sorprenderme con un sabor desconocido o una historia sincera.

Koan

Pasé primero, por Koan, el restaurante abierto el año pasado en la capital danesa por el cocinero de origen surcoreano Kristian Bauman, un fenómeno que dirigió hasta su cierre el 108, el 'hermano' de Noma y se pasó tres años creando un concepto único de cocina coreana mixturada con producto nórdico o viceversa. La madurez de su propuesta fue tal que Michelin le otorgó dos estrellas a los pocos meses de su apertura. No es un restaurante coreano ni tampoco nórdico o quizás es las dos cosas a la vez. Se come maravillosamente en esta casa. Fideos fríos con bogavante, estofado de cangrejo real y ostras y varios platos de arroz, como el de cigalas elaborado en el caldero tradicional coreano que lleva el nombre de gamasot... y así hasta completar un menú de 17 pases, incluidos los postres y los snaks del arranque, toda una carta de presentación, plena de esencialismo en el uso de los ingredientes y bellísimos montajes.

Encontré realmente sorprendentes su versión del mandu (empanada coreana) de cerdo a la pimienta y, sobre todo, el kimchi blanco, de complejo sabor, levemente agrio, ligero y refrescante. Lo menos conseguido de todo es el precio, que lo sitúa en uno de los más caros del país. A los 400 euros del menú hay que añadirle el IVA de los restaurantes daneses, que es el 25%. Súmese el coste de una botella de champán de precio comedido y nos iremos a una cuenta para dos personas de 1.600 euros sin derroches ni locuras. No se me ocurre ningún país europeo con una mejor relación calidad-precio en sus restaurantes que España.

Cebo

De la élite danesa a la juventud castellano-manchega. Por un tercio del precio de Koan se cena como los ángeles en el espacio regentado por los Cañitas Maite, Juan Sahuquillo y Javier Sanz, reconocidos con una estrella Michelin a los pocos meses de abrir en el madrileño Hotel Urban. Se mueven como peces en el agua con el producto de primera división sin las limitaciones por el origen que se autoimponen en su casa madre de Casas Ibáñez, según ellos mismos reconocen. Un caldo de judiones de la granja que justo atempera unas puntillas cristal resume la frescura y la capacidad de cocinar eficaz y sencillo de los dos albaceteños cuyo talento no vamos a descubrir ahora, pero cuya madurez no deja de sorprender. Igual salen airosos con una navaja de buceo y gazpachuelo de algas, que con un esturión ahumado en su beurre Blanc de cava, que con un arriesgado pase de angulas con salsa de pieles de bacalao. Cuánta sencillez eficaz para ofrecer productos finos de temporada con los que compiten holgadamente en la ciudad por calidad y por precio. Una estrella más que merecida, diría yo.

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Narru

Hay cocineros que pasan o pueden pasar a la historia por un solo plato. Michel Bras hubiera merecido el Olimpo aunque solo hubiera creado su Gargouillou y lo mismo Bocuse con su mítica sopa de cebolla o Nobu por su tiradito de pez limón. Hay momentos sublimes en lo más sencillo, en lo inesperado y, la verdad, en mi enésima visita al restaurante Narru de Íñigo Peña en San Sebastián, sentí algo así con un salmonete a la parrilla. Me predispuso el salpicón de bogavante, un plato de perfecta cocción del crustáceo y delicada salsa creada con el coral de su cabeza que ya había comido muchas veces y que es fantástico en su heterodoxo planteamiento a la inversa, puesto que toda la presencia es para el marisco en lugar de compartirla con las verduras y el aliño acidulado.

El salmonete llego desnudo y desespinado, asado en parrilla de malla cerrada, sedoso, pleno de sabores yodados y marinos, con levísimo aroma de brasa, sin artificios, capaz de superar al más noble de los peces que habitualmente se echa sobre el carbón. Solo por ese salmonete...

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