A veces el gesto o el detalle más insignificante porta en su interior la explicación de lo complejo, incluso del todo. Un simple 'pizzicato' en una cuerda del violonchelo en el momento exacto puede transformar una interpretación estándar en una mágica. O unos simples huevos ... de desayuno pueden servir para explicar qué es la gastronomía en mayúsculas y cómo la comida habla de las relaciones de unos con otros, de la esencia de nuestra condición de humanos.

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Corría el año 2015 cuando en un hotel del sur de Tenerife llamado Villa Cortés un singular cliente llamado Juan Munguía, a la sazón constructor del mismo, llamó al cocinero para decirle dos cosas. La primera, que «el platico de huevos» que le habían servido en el desayuno estaba «muy rico» y la segunda que no tenían nada que ver con los rancheros con chilaquiles que él había ordenado. El cocinero, de nombre Diego Schattenhofer, dotado de una maquinaria mental de esas argentinas que no paran ni cuando teóricamente su dueño duerme –«maestro, yo con ocho minutos de siesta por la tarde ya voy bien»– se quedó pensativo y en silencio. «Quizás deberías hacer tus propios huevos», le soltó Munguía. Y el argentino empezó a darle a la maquinaria mental y a las espátulas sobre la plancha. De una cabeza así no piensen que surge un plato esencial de dos ingredientes, a lo Pedrito Sánchez, sino un auténtico recital de ingredientes y pasos, un plato más propio de una cena oficial en el palacio presidencial que de un desayuno de hotel. Munguía le puso en contacto con sus cocineras, en México, indígenas que habían nacido entre moles. Y de aquel intercambio y de muchas horas de obsesión, dándole hasta lograr un plato singular que se ganara el pasaporte para el parnaso de los huevos. Así vieron la luz estos guanchitos que se sirven en el Villa Cortés y por los que guiris de toda condición y cartera, españoles y mexicanos hacen cola para que se los preparen al momento.

El pobre huevo nació sin nombre. Hubiera quedado sonoro llamarlo «huevo Schattenhofer», pero ¿y su alma criolla y mestiza? Diego terminó preguntando al público, a sus clientes, y un canario de Santa Cruz le dijo que él lo bautizaría como «guanchito». ¿Y eso? «Si un mexicano hubiera conocido a guanche ¿cómo le llamaría? Pues guanchito». Y bautizado quedó para siempre jamás.

Yo les diré que para mi paladar son mejores que los benedictinos, que te ponen las papilas a volar y que explican por sí solos dos cosas: la capacidad para sorprender y emocionar a un resabiado comensal con unos simples huevos y que el creador de los mismos debe ser un cocinero más que interesante si aplica la misma dedicación y pasión a sus creaciones más serias, a su restaurante, flamante estrella Michelin, por cierto, y a la cantidad de proyectos que lleva a la vez para que la maquinaria mental argentina no gripe.

Los huevos guanchitos

Y al paciente lector que ha llegado hasta aquí y que aún no ha podido desayunarse unos le espera ahora un regalito: la receta de los guanchitos, explicada de modo que puedan imaginarse el proceso paralelo de las espátulas en la plancha y de la saliva fluyendo en la boca.

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Todo empieza en una plancha brillante como un espejo y caliente como el infierno con ajo, cebolla y tomate, un sofrito fuerte, al que se incorpora jamón york con mantequilla, dos o tres tipos de queso, mojo de pimienta palmera, cilantro fresco, albahaca, comino negro sahariano y pimentón marroquí. También se añade torrefacto y una punta de chocolate negro, punta de zumo de lima para levantar la acidez y algún picante a gusto del clientes –chipotle o chili fresco–, sal y pimienta. Todo ello se pone al punto sobre una tortilla de maíz de verdad, amarilla o negra, también al gusto –yo prefiero la negra por aquello de que me lleva más al mestizaje indígena– muy crocante, con un peso encima para que quede 'quemada', como dicen en México. Finalmente se termina el plato con dos huevos poché a 62.5º grados durante 90 minutos que luego bajan a 60º para que no se pasen –miren lo preciso u obsesivo, según se mire, del Schattenhofer– lo que le permite tener una yema untuosa y cremosa que no embadurne el plato al romperse sino que lo vaya cubriendo suavemente como baja una lengua de lava hasta llegar al mar. Se añade un poco de guacamole y lima para refrescar, cilantro o flores para decorar y, a veces, unas líneas de mayonesa con sabor a brasa.

¿Y qué hay del restaurante gastronómico, Taste 1973, se preguntarán? De eso les hablaré en una próxima ocasión. Como decíamos al inicio de esta carta de amor al guanchito, unos simples huevos de desayuno pueden explicar lo que es capaz de hacer un cocinero allá donde vaya. Las personas cocinan como piensan, no les quepa ninguna duda. Las hay que se pasan la vida entera en busca del lugar exacto donde pellizcar la cuerda de su violonchelo particular para convertir una interpretación estándar en una mágica.

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