Los restaurantes también pueden sufrir enfermedades cardiovasculares, como las personas, afecciones silenciosas que minan el organismo sin que aparentemente esté ocurriendo nada hasta que un día, de repente, emergen con toda su fuerza destructora y los mandan al hospital. Hay casas en las que nadie ... toma en consideración la falta de brillo en los ojos del personal y clientes, ni los movimientos rutinarios y el aburrimiento en sala y cocina. Si el comedor está lleno y la caja suena, se piensa, no hay problema. No lo hay de modo inmediato, pero no quiere decir que no se esté desarrollando en silencio un colesterol del malo o una enfermedad renal crónica.
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Como ocurre con las personas, es más fácil que estos enemigos mudos se instalen en aquellas casas de más edad, algunas de ellas con grandes trayectorias que viven bien gracias a la historia y a la inercia. No es que yo sea un galeno titulado, pero llevaba años inquieto por lo que había observado en persona y por lo que muchos colegas me habían ratificado de lo que parecía ocurrir en uno de los restaurantes más señeros: Arzak.
No había comido nada bien en mi última visita, hacía dos veranos, y los mensajes que 'sottovoce' nos transmitíamos entre colegas iban en esa línea. Algo pasaba, faltaba la emoción de antaño y no aparecía una nueva.
Arzak no es un restaurante más. Junto a El Bulli es el más importante de la historia de este país, probablemente, una suerte de patrimonio colectivo, historia viva de la modernidad culinaria y cultural de España. Así que cualquier mal que pueda afectarle no tiene para mí una consideración menor, al contrario, de la que pudiera tener un hipotético desvanecimiento de los colores del El jardín de las delicias. De ahí la preocupación.
En esas estábamos, entre angustiados y tristes, cuando el equipo de Elena Arzak, con Igor Zalacain a la cabeza, nos insistió en que teníamos que ir. Lo hicieron varias veces, perseverando con determinación, como si estuvieran realmente seguros de que allí estaban pasando cosas, seguros de que vivían una etapa de buen juego.
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Volver a la mesa de la cocina de Arzak siempre es un momento solemne, sea cual sea la circunstancia. Para los gastrónomos, es el Old Trafford de los restaurantes, el teatro de los sueños, y regresar es un honor y una gran responsabilidad. En este caso, quizás más. ¿Y si no comíamos bien? ¿Y si volvíamos a vivir la función sin que apareciera la magia? De haber acontecido así es posible que este artículo no hubiera visto la luz de modo tan directo, pero gracias a Hestia, diosa de la cocina, o, mejor dicho, gracias al plus de ilusión del equipo, por encima de la indiscutible profesionalidad y determinación, la historia se escribió de otra manera. Qué maravilla es comer bien en casa de los amigos y qué difícil es vivir lo contrario y tener que salir sin mentirle ni a ellos ni a uno mismo.
No diré que todo fue perfecto, pero pude probar varios platos a la altura de esta casa histórica. Destacaría unas superlativas kokotxas de merluza asadas, con kimchi de puerro, guindillas de Ibarra y una salsa verde, plenas de delicadeza, de control sobre los diferentes sabores que acompañan el gelatinoso músculo sin empastarse, tradición llevada con acierto mucho más allá, a la altura de lo que yo espero del primer tres estrellas del País Vasco. Al mismo nivel estaba el bogavante con arroz rojo, salteado, con tuétanos de borraja a la parrilla y una salsa de levadura que contrastaba maravillosamente con el dulzor de la cola del crustáceo. Y casi tan alto, un txipirón a la parrilla con su guiso y con la gracia de sus tentáculos planchados hasta convertirlos en papel comestible, puro crocante, con topinambo y un extracto de cebolla levísimo, puro control de las intensidades. De los 15 pases no todos rayaron ese nivel, sería imposible. Otros nos gustaron mucho, como la ostra con emulsión de vaca vieja, lima kaffir sudachi y vinagre de tomate o la mendreska de bonito con salsa de cuatro tipos de pimientos vascos. Uno resultó flojo, la ostra subacuática, y otro fuera de lugar por su falta de conexión con el entorno, el carabinero mariposa, laureado por otros clientes según supimos.
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Con todo, tan interesante o más que los platos fue ver el acople del equipo, sentir las ganas de todos para que aquella fuera la mejor comida de nuestras vidas. Veteranos como Mariano Rodríguez, sumiller de la casa durante 43 años, atento como un aprendiz, haciéndose querer, poniendo de su parte tanto cariño como vino, y los jefes de cocina cerrando filas como esos equipos ciclistas en forma y con ganas que llevan en volandas a su líder, Elena Arzak, no dejando que se despiste ni un segundo para asegurar el pódium en París.
Después del café fuimos a ver Juan Mari a su casa. Contentos porque sabíamos que lo primero que iba a preguntar al entrar es qué tal habíamos comido. Le dijimos la verdad, que muy bien, y dijo eso de: «pues no sabes cómo me alegro», mientras movía esos ojos claros suyos, acuosos, y me daba un abrazo.
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