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Hubo un tiempo en el que uno de los clubs gastronómicos más exclusivos del país, una suerte de logia de irreductibles locos de la cocina, era el que formaban los 'alijistas'. Todo el mundo estaba de acuerdo en lo irrepetible de Ferran y no tanto en el futuro glorioso que le esperaba a la parrilla, pero a los visionarios lo que les separaba realmente de los mortales era su pasión por la cocina de Josean Alija. La defensa a ultranza de la aparente sencillez de sus preparaciones, la presencia de las verduras como ingredientes principales en numerosos platos, la importancia de la textura o el naturalismo de sus montajes generaban auténticos fans de culto y muchísimos detractores, que entonces no comprendían aquellas melodías culinarias que ahora interpreta, mejor o peor, todo el mundo, como ese gran éxito de una banda antisistema que acaba convertida en tema repetido en todas las verbenas.
¿Cómo podía ser el 'Heavy' y luego cocinar con aquella contención y delicadeza?, se preguntaban algunos que le habían conocido de fiesta. Algunos le decían hasta melifluo y le reprochaban el escaso sabor de sus caldos puros, alejados de las concentraciones telúricas de otros.
Andando el tiempo, sin embargo, visto con un poco de perspectiva histórica, el 'Heavy' no era más que un adelantado a su tiempo. Un chaval de León forjado en las calles y en los gustos de Bilbao que se encarriló pronto y lejos de confundir la noche con el día, aunque alguna que otra vez se le mezclaran, arrancó con la determinación de un japonés... y con el gusto de un vasco. Alguno vio en él ramalazos nipones por esa tendencia suya a desnudar en vez de a sobrevestir y otros le escuchamos ideas en torno a la identidad y al producto que años más tarde escribirían en su manifiesto los Redzepi y compañía.
El cocinero del Guggenheim es un tipo con algo que escasea en la cocina –el estilo propio y singular– y hace ya mucho que se doctoró en culinaria aunque en el medallero se haya quedado, según mi opinión, por debajo de sus méritos. Cuando los mandamases de Bizkaia se volvieron locos con el 50Best y el retorno que supuestamente tendría la inversión millonaria, Alija recibió un poco de cariño mediático extra gracias a los votantes extranjeros que por primera vez llegaron a su casa, pero la luz duró lo que duró la pólvora.
La pandemia y la desaparición de los turistas pusieron en la picota varios modelos de restaurante en el país y se llevaron por delante miles de casas. Llegó entonces uno de esos momentos de la verdad en los que la sensatez y el atrevimiento vuelven a necesitarse. Josean se vio de nuevo como comensal antes que como cocinero y pensó en lo que le hacía realmente feliz y lo que podía salvarle. Regresó con más sencillez y pureza, esta vez también en el formato y el modelo de relación con el cliente. Había que ser muy valiente.
Lo hablé con él alguna vez antes de abrir y sentí que venía un cambio muy reflexionado, aunque no todo su equipo lo entendiera así al principio. Libertad y menos corsés. Ahora le veo por encima del bien y del mal. Cocina feliz y le entienden los forasteros que están de vuelta en Bilbao y los locales que un día pensaron que aquel no era un lugar para ellos.
El otro día me dio de comer en la cocina del Nerua platos de ayer y de hoy que competían en actualidad y frescura. Producto local y preparaciones tradicionales o importadas, como toca en una cocina realmente libre. Desde los puerros con quisquillas en escabeche de gallina, pasando por las pochas de verdinas en salsa verde con almejas, hasta un sencillo pimiento choricero 'apurtuarte', pelado y confitado, con un caldo de piel de bacalao. Después, sin complejos, garbanzos verdes con curry y un tiradito de lubina.
«Quiero otro chipirón».
Sobresale la sazón de toda la vida y se reviven recuerdos de los sabores de la tribu. ¿Es comida casera elevada a la enésima potencia o alta cocina basada en la tradición? Nada le sabe extraño a nadie criado en nuestra cultura culinaria, ni a una niña de cuatro años: «Josean, yo quiero otro chipirón». Yo gozo el homenaje al bonito, quiero decir al verano, en dos preparaciones: lomos casi crudos en jugo de tomate y chalota encurtida y su ventresca, un pedacito de cielo de un ejemplar de 18 kilos, con ajetes y el jugo de esa planta con sabor a ajo llamada aliaria que tanto le gusta (¿alijaria?). Aquí, la creatividad y la técnica se declinan después del producto.
Y así, del Cantábrico al caserío en plena transición con un rabito de cerdo, huevos y quisquillas y cierre salado con los callos al estilo de su alter ego malote: Jeisson. Cocina de la memoria en el concepto, cocina de radical modernidad y sinceridad en su ejecución. Y para cerrar el broche de bilbainismo que empezó con snacks homenaje a los pintxos más castizos del Bocho –grillo y bilbainito incluidos– una carolina de fresas, rosas y coco y un bollo helado de mantequilla. Las cosas en su sitio.
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