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Bajo el inmenso y estrellado cielo africano un grupo de Homo sapiens sentados alrededor del fuego, la gran conquista de su especie, da buena cuenta de un antílope asado. Se miran, hablan y comen felices y relajados sin el miedo de sus ancestros a la noche.
Unos miles de años después, la misma escena se representa de nuevo en la tierra, solo que ahora la cúpula inmensa no es ya la del cielo que todo lo sabe, sino una pantalla creada a su imagen y semejanza con su inmensidad y su curvatura. Estamos ya en ese futuro inimaginable hace no tanto en el que el propio planeta, no solo sus habitantes, están en peligro a causa del dominio que estos tataranietos de primates ejercen sobre la tierra. El nuevo Dios, tecnología le llaman, es binario. Solo entiende de síes y noes. Aquí, como al inicio de nuestra era como especie, cuando el orbe era morada de todos los dioses, los reproches y el orden moral que nos ayuda a encontrarle sentido a la vida –esto bien, esto mal– bajan del cielo en forma de imágenes envolventes y omnipresentes.
Así se siente un comensal en ese refectorio postecnológico llamado Alchemist, un restaurante singular construido en el interior de un pabellón en la antigua zona portuaria de Copenhague, anteriormente almacén de los decorados de la compañía nacional de teatro de Dinamarca, donde no se ha perdido el influjo de la dramaturgia.
Ningún signo exterior anuncia que ahí adentro está uno de los espacios para comer más singulares del mundo. El visitante se inquieta en la puerta. Es parte del objetivo. Dentro esperan los sueños de una de esas mentes inquietas capaces de convertirlos en realidad a través de cosas físicas que se comen, se huelen, se miran, se escuchan y se tocan. Porque así es la cocina de Rasmus Munk, el nuevo reno alfa de la manada, el joven que rompe con la cosmovisión de la anterior generación de cocineros nórdicos que conquistó el mundo.
Con tan solo 32 años disputa ya la corona de la nueva vanguardia desde una visión alternativa que tritura el esencialismo de Redzepi y propone una mirada contemporánea y menos idílica de la naturaleza y del mundo en que vivimos. Él no es un neohippie que ansíe pertenecer a la quimérica Arcadia de cazadores y recolectores que vive en lo salvaje. El joven Rasmus cuestiona la uniformización de los revolucionarios del norte que ya se han convertido en casta. Ofrece su cocina holística, poliédrica diría yo, la que recupera todas las dimensiones posibles para engrandecer la experiencia, al estilo de la ópera en su época que completó el sentido primordial del oído con la atención a todos los demás creando el espectáculo total.
Munk propone un modelo rupturista y alternativo para el restaurante del futuro siglo y pico después de que Escoffier dibujara sus bases y límites actuales. Si sus antecesores daneses y noruegos proponían el restaurante como espacio en mitad del bosque, él lo entiende como un lugar en el que las artes, la ciencia y el mundo audiovisual son irrenunciables y la plasticidad y la poesía no están reñidas con la rotundidad de sabores o la provocación social innata en un artista.
Como buen nórdico, ha anunciado a lo que viene y por qué. Si los Redzepi y compañía se dieron a conocer en el mundo en buena parte gracias a su manifiesto por la nueva cocina nórdica en el que teorizaban y afirmaban sus principios, Munk también ha hecho su propio manifiesto de 'la cocina holística' que ya han firmado artistas de los campos más diversos. La cultura nacida del protestantismo da para estas cosas, no como la católica en la que es difícil ponerse de acuerdo y seguir una senda trazada más de una semana. Debemos tener en cuenta que teorizar, escribir y comprometerse son gestos que se han ido repitiendo desde que en 1571 Lutero clavara un cartel con las 95 tesis que dieron lugar a la reforma protestante. No olvidemos tampoco su obsesión por trascender, en este caso, por elevar el hecho gastronómico más allá de la pura ingesta.
Tras regresar de Copenhague, me preguntan a qué se parece Alchemist y la primera idea que me viene a la cabeza es la siguiente: «Es como si a Ferran y a Andoni Aduriz les hubieran dado un platillo volante». Hay mil matices y diferencias, claro, pero la mente de Munk parece tener más conexiones neuronales con ellos dos que con sus vecinos de ciudad. La disrupción y la mirada sin límites, posiblemente causados por la insolencia propia de la juventud le lleva en ocasiones a planteamientos excesivamente binarios en clave bueno-malo, pero allí pasan muchas cosas. Los matices son la flor que florece más tarde, ya se sabe.
¿Ya, pero qué tal se come? Eso, el caso de la mariposa prohibida, el helado de sangre de cerdo y la basura espacial se lo cuento la próxima semana. Y, de postre cómo veo a Rasmus Munk-Dabiz Muñoz tras pasar por sus restaurantes con una semana de diferencia.
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