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Jorge Alacid
Jueves, 5 de enero 2017, 21:03
Llega Chuchi al Junco, reparte cien saludos, regala mil sonrisas. Se sirve una cerveza («Tostada, eh?»), se sigue riendo a cada frase y pone a funcionar la moviola. Afuera acampan el frío y la niebla; dentro, guarecidos al calor de la fiel parroquia que jamás ... le abandona, en efecto Chuchi recuerda. Y recuerda bien, con tino y brío: Logroño, los bares de Logroño que ha defendido desde que se inició en el oficio a los 16 años, le caben en la cabeza. «Yo empecé en El Rincón de Pepe de la calle Oviedo». Primera catarata de imágenes. En blanco y negro: reaparecen ante nuestros ojos el tinto a dos pesetas y el gigantesco queso suizo que decoraba el castizo local que aún mantiene la luz encendida. Procedía Chuchi de Santa María de Cameros («Ponlo, ¿eh?»), población ignota perteneciente a San Román que el cronista no tiene el gusto. Su padre lo puso a trabajar a tan temprana edad, lo cual entonces no era raro, y de allí nace la segunda oleada de recuerdos, ya en color: segunda estación, el Majari de Jorge Vigón, propiedad entonces de otra familia camerana, los Espinosa.
¿Ya le gustaba esta profesión? Chuchi disuelve la pregunta mientras cabecea y sigue sonriendo a su estilo: con los ojos. «No sé, no sé... No sé si me gustó. Yo lo que trataba era de ir disfrutando con lo que tenía en cada momento». Y precisa: «No tengo la sensación de haber elegido este oficio, más bien creo que ocurrió al contrario: que el oficio me eligió a mí». Y del Majari de Ángel Mari y resto de la prole, a la tercera etapa: Vivero, imperial marisquería situada bien cerquita, una cuenta mayúscula del rosario de bares que en aquel tiempo (finales de los 70, primeros 80) alegraban toda esa esquina de Logroño a la hora del vermú masivo. Anote el improbable lector una pausa obligada (servicio militar se llama la figura) y recobre la pista de Chuchi por otros bares de sobresaliente enjundia, como el Borgia de la Gran Vía. Para entonces, nuestro hombre ya se ha permitido alguna escapada a Pamplona, siempre al otro lado de la barra, y su cara le empezará a sonar a quienes por esa época frecuentasen la añorada Zona logroñesa: sí, ese camarero sonriente del Braulio El Loco (pionero en aquella ruta) era Chuchi. El mismo que aguanta en su puesto cuando el pub muta a su siguiente encarnación, bautizada Yesterdey. El mismo que va hilando destinos como camarero aliado con su gran amiga: la casualidad.
Porque por casualidad un día tropezó con otro ilustre de la hostelería logroñesa, el añorado Jesús, que defendía su propio bar allá en Murrieta. «Me preguntó si sabía de algún camarero para un proyecto nuevo que tenía intención de abrir en avenida de Portugal», vacía de nuevo Chuchi su memoria. «Y le dije algo que llevaba tiempo pensando: que algún día tenía que montar yo mi propio bar. Y que si me aceptaba de socio». Corría el año de 1982. La calle era muy distinta a la actual, mal iluminada y deficientemente urbanizada, pero ese Logroño empezaba a conquistar el sur para colonizarlo de bares y saludó con éxito la aventura. Sí, todo era distinto. Distinto como el bar que los dos Jesús pretendían levantar, un bar diferente, «lo cual con sus pros y sus contras, ¿eh?», dispara Chuchi. «Aunque fueron más los pros», acepta. El recién nacido se llamó Junco y como Junco sobrevive en perfecto estado de revista en esta ciudad que tanto ha cambiado con el paso del tiempo. «A mejor, ¿eh?», avisa.
«Cuando inauguramos el Junco pensamos que para hacer lo de siempre, mejor nos quedábamos donde estábamos», sonríe de nuevo Chuchi. De sus andanzas hosteleras por Pamplona se había traído la idea de ofrecer en Logroño una novedad que entonces tuvo carácter casi de conmoción social: zumos y batidos, hoy tan extendidos. Aunque el éxito tardó en llegar («Al principio fue duro, sobre todo los inviernos, claro: a ver quién se pedía entonces un batido en invierno»), finalmente una parroquia muy fiel empezó a poblar su barra y aposentarse en sus veladores. Donde usted la puede ver todavía hoy: y señala Chuchi hacia un grupito de clientes frisando la cuarentena que se desparrama con su chiquillería por el local. «Esos vienen desde que tenían dieciséis o diecisiete años».
Porque, en efecto, el tiempo pasa. Pasa incluso para el propio protagonista de esta historia, que sin embargo promete resistir en su fortín de avenida de Portugal: «No me pesa venir a trabajar». Y lanza la sonrisa número mil: «Además, todos los días me doy cuenta de que aquí dentro soy alguien para la gente, tengo ya una relación distinta con los clientes, casi de amistad». ¿Algo que añore? En la enésima mirada hacia atrás, la sonrisa se nubla: «A mi socio Jesús». El otro Jesús, fallecido hace unos años: «Bueno, yo era y soy Chuchi. A él yo siempre le llamaba don Jesús. Era una gran persona». Confesión postrera: «Sí, es lo único que echo de menos».
Y reflexión final. Explique usted por favor eso de que Logroño y sus bares han cambiado a mejor. Respuesta de Chuchi: «Es que la sociedad entera ha cambiado a mejor. La nuestra es una generación privilegiada, porque nosotros salimos de la nada. De la auténtica nada».
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