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Sostengo a menudo que el plato es mucho más importante que el relato, pero luego suelo tender a escribir más sobre la influencia social del hecho culinario que de la propia ingesta, así que de cuando en vez me toca, por coherencia personal, equilibrar la ... balanza.
Hacía tiempo que no visitaba la casa chiquita de Diego Guerrero y salí feliz de la comida y del trato. También de la compañía, pero eso no fue mérito del vitoriano. Se come rico y fácil con una carta manejable y sugerente que no suena a grupo de versiones, algo bastante común en el segmento de restaurantes urbanos chics en el que, por ubicación o estética, tendían a incluir DSpeak en sus inicios más indies. Los platos pueden ser más o menos glamurosos, pero todos tienen autoría y, muchos de ellos, pedigrí. Hay propuestas que ya cosecharon éxitos previos en DStage, la casa madre, como el calamar suflado que se sirve como aperitivo y el postre de algodón de azúcar y maíz, y otras de pura temporada como las últimas alcachofas con anguila y piñones, imperdible. Pero siempre se ofrece producto y cocina, tándem que aunque pueda parecer obvio no es tan común en muchas casas de perfil y presupuesto medio como ésta. En bastantes suelo encontrar más fru-fru que riqui-riqui.
Diego sabe cocinar para guitarristas y moteros, pero también para paisanos y abuelas, como si cada una de las manos la tuviera especializada en una cosa. Lo ha hecho casi todo antes y lo mismo se marca un mochi suave y elástico y un tomate al garum nitrogenado en la casa grande que guisa un rabo de vaca académicamente y lo vuelve adictivo con un mole en la pequeña. Ojo a los postres, el segmento más descuidado por la gran mayoría de restaurantes. El souflé, el algodón de maíz y chocolate de DSpeak son puro homenaje a aquellos maravillosos años de la infancia, un cierre fantástico para elevar la cena. Mientras los tomábamos, golosos perdidos, me vino a la cabeza el trabajo de Jordi Roca y las similitudes entre ambos en la evocación de la fantasía y la felicidad del niño que llevamos dentro.
No hay casa más querida y más humilde en Asturias que La Huertona. Pocas que hayan llegado hasta lo más alto a una velocidad tan calma. Décadas hilando fino desde que se liaron la manta a la cabeza y convirtieron el negocio heredado en el gran restaurante que es hoy, en una de las más sólidas parrillas de pescado del Principado. José Viejo y Rosa Luz Ruisanchez forman un tándem inusual de pareja en la que ambos cocinan –uno en las brasas y la otra en los fogones– con la precisión de sendos neurocirujanos para que la materia prima que llega de allí mismo, mar Cantábrico, río Sella y Sierra del Cuera se presente en la mesa casi desnuda, apenas tocada por el humo de encina o impregnada de los sabores ancestrales que nacieron en una pota.
Un domingo reciente me llevé al obispo Ignacio Medina, le senté con vistas al 'prau' y me puse a escrutar cómo movía los bigotes y hablaba menos que poco mientras José iba poniendo platos y platillos sobre la mesa, concentrado en las fabes en ensalada y en el perfume primaveral de unos perrechicos. ¿Qué te dije? Y él solo se subió las gafas con el dedo y siguió comiendo. Puta, masculló.
Por allí pasaron gambas, percebes gordos de talle corto y algunas otras gollerías, incluidos unos guisantes minis de la huerta de al lado, tipo lágrima, que me transportaron a mí de la Huertona a la huerta paterna de la infancia. Que me perdone el Maresme por toda la felicidad que me ha proporcionado, pero llegado el día en que entran en la boca los cantábricos, con su dulzor intenso y recuerdos salinos, la textura cremosa-explosiva, cuando ya no saben solo a clorofila, pero aún no asoma su alma de legumbre, no hay comparación posible.
Medio besugo para tres y una cola de rodaballo salieron a continuación de la parrilla de José, sin prisa, pero sin pausa. Piel crocante en el espárrido y melosa en el pleuronectiforme, mundos sápidos y texturas diferentes conectados no solo por el nacimiento en el mismo mar Cantábrico, sino por su final glorioso, ungidos por la mano lenta de José, que asa con el mismo respeto con el que elige y compra. Contención en el punto, sin quedarse corto, y en el humo sobre el pescado, fibras presentes, pero no marcadas. La participación justa y medida del parrillero que no se siente compositor, sino intérprete, casi un quiromante que leyera lo que está escrito en cada pieza que pone sobre sus brasas y que, a excepción del rodaballo, abre antes de asar para clavar la cocción.
Para cerrar –el mundo salado–, una buena pieza de vaca vieja, de las que se comen no por hambre sino por vicio, para terminar de comprender la mano lenta de José y advertir el crocante perfecto y el perfil tricolor del asado académico alcanzado tras miles de horas atizando y mirando las ascuas.
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