Dedicar otro artículo a Luis Lera en estos tiempos no resulta nada exótico porque su restaurante de Castroverde de Campos, en la provincia de Zamora, es ya uno de los más icónicos del país y lugar de peregrinaje al que todo aficionado y cualquier cocinero acude –cuando se podía ir, claro– para completar su acervo culinario. En los tiempos de la busca de la identidad y el territorio, visitar ese rincón de Tierra de Campos, en mitad de la nada o, dicho más correctamente, en el corazón de la llanura bravía e indoblegable, parece una elección incuestionable. Los periodistas gastronómicos y los críticos de cierto fuste somos todos o casi todos 'leristas'. A estas alturas es difícil encontrar un experto que no respete su proyecto en términos puramente culinarios y también de propuesta singular e influyente, aunque los hay.

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Para empezar, los inspectores siguen, incomprensiblemente, sin colgar en su puerta una estrella Michelin. Parece que a los sabios de Oriente les fue más fácil encontrar el camino de Belén que el de Castroverde. No se trata de abrir aquí un nuevo capítulo sobre la justicia o el acierto de la guía roja porque nunca lleva a ningún lado, pero no dejo de pensar en qué será aquello que todavía creen que falta en Lera... o sobra.

En términos de aportación real de una línea de cocina propia y profunda, de una trayectoria ascendente, de una atención a la altura de la categoría en un entorno rural, de una propuesta sincera y rebosante de autenticidad para los clientes, no creo que haya muchas dudas. ¿Se estarán dejando llevar por detalles que ahora resultan un poco 'demodés' en clave de servicio finísimo? Les confieso que se me ha llegado a pasar por la cabeza la idea de que el problema no radique en lo que le falta sino en lo que le sobra, por decirlo de alguna manera.

Cocinar lo salvaje

Me refiero a la relación estrecha entre caza y cocina, a la actitud valiente y a contracorriente de cocinar casi exclusivamente lo salvaje y durante prácticamente todo el año, en una apuesta por la autenticidad tan radical que pueda considerarse políticamente incorrecta, ahora que todo lo relacionado con lo cinegético se va tiñendo de oscuro... o de rojo sangre en cada vez más amplios sectores. Es posible que esté equivocado y que, en realidad, solo hayan sido minucias como no tener agua caliente en el lavamanos o copas sin suficiente plomo, por citar algunas tonterías de las que se hablaba en el pasado. Ojalá.

En estos tiempos de gatillo fácil en red social quizás quede un poco extemporáneo explicar que el valor de la cocina y la gastronomía no reside en la belleza de las imágenes que publica, sino en la influencia real que el trabajo de un cocinero tiene en su entorno inmediato y en sus colegas, casos ambos en los que Lera saca nota. Tanto en términos de apoyo a su red de proveedores como de elevación del orgullo colectivo de los vecinos de la zona y hasta de recuperación del paisaje tradicional de la zona con la defensa de los palomares. Lera se ha convertido para otros muchos cocineros en un referente con su decisión valiente de regresar al pueblo y la apuesta por un proyecto netamente personal en una tierra teóricamente hostil para un restaurante con aspiraciones gastronómicas.

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La melancolía

Con todo, el punto triste de esta historia no es el de la estrella que no llega, sino una cierta melancolía que surge de la consciencia propia de que el producto cinegético salvaje, la esencia de Lera, tiene una fecha de caducidad. Todavía no se sabe si esa circunstancia es irreversible o no, si está cerca en el tiempo o hablamos de décadas, pero martillea de cuando en vez obligando a respirar hondo y a seguir camino adelante, como en las largas jornadas de caza cuando atenaza el frío.

Acaba de ver la luz su primer libro, editado por Montagud, un imponente volumen de casi 500 páginas, en el que se recoge buena parte de la herencia culinaria de la casa y las nuevas técnicas aportadas por Luis, como las marinadas, salmueras y uso de la congelación. Un exhaustivo estudio biológico, cinegético y culinario de las piezas de caza menor y mayor de los ecosistemas de Tierra de Campos que revisa a fondo todo lo referente a las palomas torcaces y zuritas, la perdiz, la codorniz, el faisán, el pato azulón, la cerceta, la liebre, el conejo, el jabalí, el ciervo y el corzo.

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Una defensa a ultranza y a pecho descubierto del sentido de lo cinegético en la que se fotografían sin contemplaciones ni esteticismos, casi con crudeza, las interminables llanuras y todas las piezas. Quizás un libro de amor a la caza y a los campos antes que a la cocina que trata de explicar y justificar el sentimiento y lo atávico de adentrarse en lo salvaje.

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