Disfruto mucho cuando alguna de mis teorías sobre la vida se vuelve a cumplir. Una de ellas dice que cada cocinero cocina tal y como es como persona. Lo he comprobado infinidad de veces al conocer a un profesional del cucharón antes de probar sus ... platos. No falla. Acabo de alegrarme muchísimo de que volviera a cumplirse en mi primera visita a Can Jubany en Calldetenes, Vic, Barcelona, la casa madre de Nandu Jubany y su esposa Ana Orte, el corazón –el castillo, dice él– del emporio gastronómico que han creado en estos últimos veintinueve años. Su cocina es como él.

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Reconozco que me sentía un poco avergonzado por no haber conocido antes la casa y tan solo porque el duende de las agendas nunca acababa de tocarla con su varita mágica, así que llegué a la puerta con la cabeza gacha. Jubany me reprendió amistosamente con un «ya era hora que vinieses» y me abrazó con una sonrisa. La comida empezó bien no solo porque se refrendó la teoría de los chefs y sus cocinas, sino porque en cuanto empezaron a desfilar los primeros platos del menú Gran Festín de Can Jubany, dedicado a la trufa en una suerte de monográfico, empecé a disfrutar y a relajarme. ¿Por qué?

¿Se imaginan en una situación como la que describo y que la comida hubiera sido decepcionante? Dónde meterse, qué decir, ¿cómo conjugar la deontología periodística que te empuja a decir la verdad y la decencia humana que te incita a ser cuidadoso y agradecido con las personas que te tratan de mil amores y te dan lo mejor que tienen?

Así que sentado en la mejor mesa del mundo –rodeado de mis amigos y compañeros de fatigas gastronómicas lúdicas y profesionales– me volví un niño que iba disfrutando de todo lo que iba llegando en aquel servicio epifánico de entrega de todo un equipo de cocina y sala que tocaba y servía con oficio y cariño viandas y vinos de primera división.

Manjarosidad

Hacía tiempo que no me venía a la cabeza una palabra que no recoge el diccionario, pero que leía muchas veces en aquellos años en los que devoraba las críticas de Rafael García Santos en El Correo: «Manjarosidad». Pensé inmediatamente que la comida de Can Jubany se mueve en torno a ese concepto que habla de suculencia elevada, de trabajo en favor del disfrute del comensal antes que de la creatividad y del ego del cocinero. Manjaroso es un estadio superior a delicioso y dos más que gustoso, no necesariamente tan refinado como exquisito, más emocional, más matérico. Aunque a algunos les suene un poco elevado ya tengo mis años y me niego a decir «templo», «productazo» y «brutal».

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El análisis imprescindible para explicar el éxito de Can Jubany, por qué es el restaurante favorito de los catalanes, de las señoras que aspiran a celebrar por todo lo alto y antes pasan por la peluquería, de los jóvenes que ahorran para poder tocar el cielo en Vic y de los gastrónomos irredentos se sostiene sobre dos pilares. Uno es el personaje Nandu, una fuerza de la naturaleza envuelta en pura simpatía, un animal tan gastronómico como mediático y listo como la gente de antes. Y el otro es el concepto o posicionamiento gastronómico al que llego unos años después de que le dieran aquella lejana estrella de 1998 –y que inexplicablemente no ha crecido, quizás lo único que no se ha disparado en su vida en estos años, algo insólito y de difícil explicación gastronómica, por cierto– que pone al comensal en el epicentro del restaurante. A veces él dice que en su casa se come lo que él quiere, pero en realidad yo creo que se come lo que a él le gustaría comer si fuera uno de ellos, uno de los miembros de su propia tribu. Si nos ponemos historicistas al menos por un segundo, en el fondo Can Jubany es uno de los espacios más cercanos a los primeros restaurantes, al origen de la palabra, ese espacio donde se restaura, donde se reconforta a la gente, se les da vida y salud.

Reviso el pasado por curiosidad y miren lo que encuentro de García Santos escrito hace veinte años: «Se podrán discutir distancias conceptuales con Nandu Jubany, pero nunca su efectividad práctica. Se podrá exigir un mayor compromiso con formulas imaginativas, con sabores novedosos, con una coquinaria artística, por supuesto que sí, pero también es verdad que jamás se podrá cuestionar que el placer que recibe el comensal en este restaurante es, como en muy pocos, excepcional». Pues eso, poco más que añadir, salvo ratificar una vez más que la trufa de febrero es mucho mejor que la de enero, que la reina de los bosques es el ave más suculenta que haya volado sobre la tierra, que un plato clavado hace dos décadas, como un arroz seco de espardeñas con caldo de cigalas no necesita actualización, que los escasos erizos del Mediterráneo, pequeños y poco vistosos, por lo general, pueden tener un aroma marino excepcional y un gusto suave a la vez que profundo, sin ningún reflejo de sabores metálicos como otros más carnosos y que un canelón de pularda, foie y trufa puede tener la misma puntuación que Nadia Comaneci.

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