E. PELÁEZ
Domingo, 2 de octubre 2022, 12:57
La fritura fue la última de las técnicas de cocina tradicionales en aparecer en los fogones domésticos. Mientras que medios de transformación de los alimentos como el asado (a fuego directo, en rescoldos de ceniza o en hornos improvisados con piedras), las fermentaciones, incluso los hervidos en recipientes como piedras cóncavas, pellejos, cortezas o caparazones, se pierden en la noche de los tiempos, la fritura requería de una capacidad tecnológica que tardó milenios en perfeccionarse. Hizo falta desarrollar conocimiento y herramientas para dos procesos: la extracción, licuefacción y depuración de sebo animal y aceites vegetales, por una parte; y de otra, la fabricación de recipientes de cocina capaces de resistir el calentamiento a fuego directo hasta que la grasa alcanzara las temperaturas superiores a 150 grados centígrados necesarias para la fritura.
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Sabemos por los hallazgos arqueológicos, que el ser humano averiguó tempranamente la utilidad de la grasa como combustible. En el Paleolítico se usaban piedras ligeramente cóncavas llenas de aceite a modo de candiles para iluminar las cuevas. También se apreciaba el aporte calórico y nutritivo y la idoneidad de los medios grasos para conservar alimentos.
El confit de pato era algo que ya conocían los antiguos egipcios, quienes empleaban sebo licuado para conservar carnes. En distintas culturas se empezó también a obtener aceites de frutos y semillas oleaginosas por medio de la molturación y la recogida y filtrado de la grasa que afloraba. El aceite de oliva se conoce desde hace 5.000 años en el Mediterráneo, y en China, los aceites vegetales de semillas se extraían y utilizaban hace 4.000 años.
En esa misma etapa se produjo el otro avance imprescindible para el nacimiento de la fritura: el dominio de la técnica de los metales. Hierro y cobre se emplearon no solo para fabricar armas, sino también calderos y sartenes, aunque éstas se usaban para asar alimentos con algo de grasa en la base más que para freír por inmersión. En el año 2.000 aC, la fritura se conoce y emplea en China, Mesopotamia y Egipto, y aunque hoy nos parezca un procedimiento sin ningún misterio, el hecho de poder cocinar de forma casi instantánea alimentos cortados en pequeños fragmentos, masas y gachuelas, supuso un avance importante, tanto en la economía de tiempo y combustible, como en el disfrute gastronómico, porque los alimentos se hacían más complejos en cuanto sabor y textura, ofreciendo un contraste entre el exterior dorado y crujiente y un interior tierno y jugoso. Todo un descubrimiento.
La magia de los fritos se explica por la particular química de las grasas, cuyas cadenas de carbonos impiden su disolución en agua. Esta incompatibilidad permite su calentamiento a más del doble de la temperatura de ebullición del agua. Lo que sucede cuando sumergimos una porción de alimento en aceite lo bastante caliente, es que la temperatura de la grasa evapora el agua de la capa superficial del producto, sellando los poros, generando una cobertura crujiente y permitiendo que en el interior se produzca una cocción de la materia prima en sus propios jugos, mientras que el exterior, se dora y desarrolla sabores complejos. Además, la grasa suaviza la textura y transmite sabores que, dependiendo de su naturaleza, resultan muy agradables. Una maravilla que requiere, eso sí, un manejo adecuado de la temperatura y la técnica.
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En la fritura, el calor se transmite por convección, es decir, por el movimiento circular de abajo arriba de las moléculas de grasa expuestas a un foco de calor. Para que esta circulación sea fluida, la proporción de producto sumergido debería estar en torno al 10% de la cantidad de grasa o aceite; es decir, unos 100 gramos por litro de aceite a la temperatura adecuada. Por ejemplo, si vamos a freír pescado en casa, 180 ºC es una buena temperatura, pero para que no baje, es necesario freír en tandas pequeñas, porque si baja la temperatura del aceite, no se formará la costra que protege el interior, de manera que perderemos el crujiente y obtendremos una esponja aceitosa. Para alimentos más grandes, densos o congelados en el interior, la temperatura se puede bajar a unos 160-170ºC.
Excederse con el calor también es peligroso, porque, sometidas a temperaturas demasiado altas, las grasas se descomponen y desprenden sustancias tóxicas. El llamado 'punto de humeo' es un término que señala la temperatura a partir de la cual un aceite alimentario pierde sus propiedades nutritivas y se vuelve peligroso para la salud. Entre los más usados en nuestra cocina, el punto de humeo del aceite de oliva virgen es de 210ºC, y el del aceite refinado es de 243ºC, mientras que el de girasol refinado está en 232ºC.
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A mediados del siglo XIX se descubrió que la extracción de aceite de semillas se podía mejorar usando disolventes. Eso permitió un mayor rendimiento, incluso obtener aceite de semillas que por procedimientos mecánicos no rendían bastante. En paralelo, también se desarrolló el refinado. Éste también afecta a los compuestos saludables. Ahí es donde radica la principal ventaja del aceite de oliva para la fritura. El elevado contenido en ácido oleico, un potente antioxidante, hace que los compuestos tóxicos del sobrecalentamiento tarden más tiempo en aparecer.
Así, estudios como el de Escuela de Salud Pública de la Universidad de Harvard han demostrado que el aceite de oliva virgen extra permanece en buenas condiciones después de 9 frituras, mientras que el de girasol empieza a perder propiedades a partir de la cuarta reutilización y se vuelve no apto a partir de la octava fritura. Si durante siglos la fritura fue cosa de profesionales, en el siglo XIX, la revolución industrial permitió abaratar el precio de los cacharros de cocina metálicos, y la fritura se estrenó como práctica doméstica.
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