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Tras unos años en los que la defensa del producto parecía ser casi el único camino, al menos el mayoritario en casi todos los segmentos de eso que Ferran Adrià llama la restauración gastronómica, advierto un incipiente retorno al oficio de cocinar, a la transformación del género, como se decía antes, o del producto como se prefiere en estos tiempos. Me refiero a la elaboración meticulosa, no ya tan instantánea como en los últimos años, que transporta unos ingredientes principales –así sea una proteína, un hidrato o una verdura– a una distancia considerable en términos de textura, aspecto o sabor de la que tenían antes de iniciar ese proceso.
En el universo cocineril también vivimos afectados por ese efecto péndulo que rige en las actividades humanas más insospechadas. Ya saben. La alternancia entre la abstracción y el hiperrealismo, los pantalones de campana y los pitillo, el clasicismo y el barroco, etc... y pasamos del timbo al tambo. La misma generación de cocineros que se enamoró del alginato cayó rendida después ante la parrilla y la perfección de la baja temperatura y el vacío dejaron paso, de nuevo, al viejo horno de convección y a las piezas enteras, al estilo más medieval.
Es cierto que, a Dios gracias, no hay sustituciones ni totales ni inmediatas y que la fuerza cuantitativa de las propuestas basadas en la glorificación del producto siguen siendo las mayoritarias. El arte de comprar bien y luego no estropearlo es imbatible de puro primitivo, pero en casas con mucha intención culinaria aparecen cada vez más platos de otros tiempos muy difíciles de ejecutar bien que llevaban desaparecidos muchas décadas. Que se lo digan a Albert Boronat y sus excelentes paté en croute o a los vendedores de liebres de este país que necesitan traerlas desde lejanísimas tierras ante la demanda desatada para cocinarlas a la royal.
Asoma un neoclasicismo en paralelo con otras tendencias más globales. Tenemos una nueva generación de aficionados, algunos ya no tan jóvenes, que son auténticos expertos en kimchis y dorayakis pero que nunca ha comido morteruelo o una pularda de Bresse en semiluto. No debemos olvidar que a veces, y en cocina ocurre constantemente, la sorpresa más deliciosa anida antes en lo clásico desconocido que en lo recién inventado. Pero ese pulso alterno entre la creación y la artesanía complica la vida a demasiadas personas en este nuestro mundito.
Nunca me ha interesado encasillar o encapsular a cocineros y restaurantes. Creo que los protagonistas y todos los aficionados crecen y disfrutan más en una suerte de liberalismo culinario o anarquía singularizadora. Este ejercicio de diagnosticar el retorno de una gastronomía que nos lleva 'más allá del producto' tiene el único valor de poner encima de la mesa una circunstancia, al menos curiosa, en la que reparé en mi última cena en Amelia, el restaurante de Paulo Airaudo en San Sebastián.
El argentino practica allí una cocina universalista, sin ataduras geográficas, con ingredientes de acá y de allá que le gustan y que, por tanto, no es susceptible de ser protegida con el andamiaje del relato identitario y de cercanía tan al uso. Visto desde otro ángulo se puede decir que elabora otra suerte de cocina desnuda, de oficio, sin red ideológica. La renuncia a la protección de la triada territorio-identidad-sostenibilidad deja todo el peso del proyecto en manos de los platos y de la técnica, la pura cocina. El plato desnudo, sin relato, necesita ser muy bueno para poder brillar. Si tu despensa es el mundo solo te mediré por tu excelencia. ¿Curioso, verdad?
Lo maravilloso es que podamos vivir sin salir de nuestro huerto o ponernos el mundo por montera sin dificultades y sin necesidad de hacer renuncias. En esto, los libros y los restaurantes son algunos de esos inventos imbatibles de nuestra especie.
Una última cosa. Si seguimos un poco el análisis de esa cocina de proximidad, primero senda transitada por pioneros y ahora una autopista de seis carriles, observamos una de las corrientes o tendencias más fuertes en décadas. En mi opinión tiene un indiscutible sentido y ofrece una fuerza transformadora a la restauración rural por su sinceridad y aportación a la comunidad, pero también tiene, como todo, su cara oscura.
Vivimos ante un alto grado de perversión en muchas casas que dicen practicarla, restaurantes en los que toda la liturgia del pequeño productor, la cercanía y la temporalidad es poco más que un recurso marketiniano y de corrección política. Como pasa con la religión, una cosa es declararse católico y otra practicar y actuar según los principios que rigen.
Y no sé muy bien cómo, pero por el bien de aquellos que viven en el entorno, del entorno, con el entorno y lo hacen con dignidad humana y profesional a raudales, deberíamos ser capaces de diferenciar las churras de las merinas.
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