Cuentan que en el Museo aquel, junto con otros instrumentos de linaje habitaba un chelo. Un 'cello' Luigi Galimberti de 1937, una de las piezas más destacadas de la Institución. Dicen que en la oscuridad de las horas se pavoneaba ante el resto de instrumentos ... como el que más, pues su alcurnia italiana y sus innatas características: la resonancia, calidez, potencia y claridad y equilibrio que de él emanaban, lo convertían en único.

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Un buen día, en la pequeña sala del museo que albergaba al cello apareció, sobre la cómoda genovesa del siglo XVIII que allí reinaba, un nuevo instrumento: un violín.

La curiosidad por el nuevo compañero alteraba ligeramente a los cuatro instrumentos de cuerda –todos de exquisitas ascendencias– pero no así a nuestro chelo que se mofaba de la nueva adquisición y emitiendo sus mejores sones avisaba de su alto e insuperable rango.

Los días siguientes fueron de un gran revuelo, expertos de diferentes lugares anduvieron llevando y trayendo el violín. Finalmente se certificó que era un Stradivarius, uno de los 450 que aún se conservan. Lo que nadie entendía era cómo, quién, de dónde, de qué manera había llegado hasta allí. Terminadas todas las pesquisas policiales y periciales, el violín Stradivarius se quedó momentáneamente como quinto compañero en aquella refinada estancia. Esto no impidió al cello seguir con su rutilante altanería, y noche tras noche henchirse de vanagloria contando sus propias cualidades, incluso después de escuchar el breve concierto que un virtuoso del violín dio con el recién llegado.

Los antiguos compañeros, que ya estaban hartos de su petulancia, se preguntaban por qué el violín nuevo que superaba en linaje al chelo no le daba un escarmiento y contaba todas sus hazañas y los ilustres maestros con los que, seguramente, habrían celebrado inolvidables conciertos y veladas.

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El Stradivarius, sabiéndose aventajado en antigüedad y en estatus de destino –provenía del lutier más célebre de la historia, Antonio Stradivari, cuyos preciados violines habían superado en calidad a los anteriores y a los precedentes– en nada rebatía la vanidad del violonchelo.

El Stradivarius había vivido mucho, había escuchado artistas, pintores, famosillos, literatos, hombres y mujeres corrientes que se ensalzaban a sí mismos sin límite, con arrogancia, con presunción con el manifiesto deseo de ser admirados por el altísimo concepto que ellos tenían de sus propios méritos, sin pararse a ver, a comprender o a compararse con los méritos de sus semejantes.

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Así la vida, así sigue siendo en ferias, despachos, cocinas, universidades. Así lo dijo George Santayana: «La forma más elevada de vanidad es el amor a la fama». Y por tanto, él, un meritorio violín de Stradivari, actuaba en consecuencia, tal como había escuchado a Honoré Balzac: «Hay que dejar la vanidad a los que no tienen otra cosa que exhibir».

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