El vivir cada día del profesional de la crítica audiovisual se ha complicado al tener que escribir también de series, atendiendo a la creciente demanda. Se han multiplicado las horas frente a la pantalla. No basta con ver una película de 90 minutos, o más, ... acorde a los tiempos que corren, y zapear un rato entre canales para ver lo que se cuece en televisión.

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También hay que quemar la retina devorando varios capítulos de una sesión del tirón, entre seis y diez entregas por temporada, para poder dar una opinión decente sobre «la mejor serie del año» (siempre hay alguna). No es picar piedra, evidentemente, pero meterse en el cuerpo una tanda de episodios sin prescripción facultativa desde la hora del desayuno puede alterar los nervios, especialmente si es una propuesta que apetece más bien poco. No es lo mismo ver algo por elección que por obligación, pero no queda otra que calentar el sofá para estar al tanto de lo que se cuece.

Por suerte, con las series estamos volviendo a la periodicidad semanal. Lanzar toda la temporada de una tacada está perdiendo fuerza, pero el volumen de estrenos semanales es monumental, cada vez con más plataformas en el mercado. Si algo bueno tiene la crítica cultural de la vieja escuela es que no debe nada a nadie, al contrario de lo que a veces se piensa.

Nadie manda jamones a los domicilios y las redacciones. No existe la obligación de ponerlo todo por las nubes, un mal que sufren algunos influencers que viven de hacerle la pelota a las multinacionales. Su maldición es no poder morder la mano que le da de comer y mantener la sonrisa ante cualquier catástrofe. Sirvan estas líneas para dejar de 'romantizar' el oficio. Como ocurre en cualquier trabajo, a veces se sufre.

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