Juro que le vi andando por la calle, aquí en Granada. Era temprano y hacía un frío terrible. La gente caminaba por la acera del sol con la esperanza de agarrar algo del calor que rebotaba en la piedra, pero poco se podía hacer. Así ... iba él: con gorro y bufanda de lana, las manos metidas en el abrigo y la espalda encorvada. Parecía un espía de rostro invisible. Nosotros estábamos trabajando con cámaras, trípodes, libretas y micrófonos. Vaya, apestábamos a periodistas. Por eso estoy convencido de que era él, porque cuando pasó a nuestro lado levantó la cabeza y pude intuir sus ojos analizando la situación, pensando qué historia estaríamos contando. Y ahí, justo en ese momento, cruzamos las miradas y dije «ostras, Piqueras».
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Conste que los que iban conmigo aseguran que no era él, pero yo estoy convencido. Esto sucedió el martes pasado, unos días antes de que Pedro Piqueras se despidiera de la televisión. «Muy agradecido a los que me han enseñado este oficio y a ustedes por permitirme entrar en sus casas». Siempre me pareció un tipo elegante, con aire a caballero de la mesa redonda. «Ha llegado el momento de irse y de dar las gracias a directivos y compañeros», dijo antes de abrir los brazos para recibir a sus sustituto, Carlos Franganillo. «Me voy con el mejor de los recuerdos».
La marcha de Piqueras es emocionante para cualquiera que tenga ojos y lleve vivo más de diez años. Pero, corríjanme si me equivoco, compañeros, para los periodistas tiene un añadido inevitable. Pedro Piqueras goza de una connotación de maestro, de referencia iniciática, de brújula a la que todos, en algún momento, hemos recurrido. Y para despedir a los grandes hay que ponerse en pie. «Muy buenas noches y hasta siempre», terminó él. Esos ojos eran los suyos, estoy seguro.
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