Cuentan –según esta adaptación de un relato de Bucay– que en un olvidado país tres hermanas, de edades muy cercanas, fueron al río a bañarse. La mayor se llamaba Tristia, que significa Tristeza; la mediana Tuj, Ira; y la más pequeña Impulsemo, Impulsividad. Tras dejar sus ropas en la orilla, y alejadas de la vista de curiosos, se bañaron. La pequeña era la más nerviosa y estaba poco tiempo en la misma tarea, así que salió precipitadamente y cogió las primeras ropas que encontró que eran las de Tuj. La mediana, Tuj, conocedora del temperamento de su hermana marchó tras ella corriendo y enfadada sin reparar en que la vestimenta que cogía era la de su hermana mayor, Tristia. Finalmente la mayor, más reposada y muy dada a la meditación y la pena, dejó las frescas aguas y se vistió. Ella sí reparó en que el ropaje que quedaba no era el suyo, pero no le quedó otra que ponérselo. De esta forma, dicen que la impulsividad, la ira y la tristeza andan disfrazadas una de otra y es habitual que nos equivoquemos al verlas, máxime porque esa no fue la primera vez, ni será la última que intercambian sus trajes.
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Esto mismo ocurre en nuestro devenir cotidiano con los hijos y los alumnos. Con mucha frecuencia detrás de la irá puede esconderse la tristeza o la impulsividad. A veces la tristeza es una forma apagada de rabia que, temerosa de las consecuencias, no se atreve a salir hasta que un día coge las ropas de su hermana iracunda y nos descoloca. Y es que los arrebatos de cólera, los de reiterada impulsividad, la tristeza, la apatía son sólo el humo del fuego que quema por dentro a nuestros niños y niñas. Pero ¿cómo encontrar el fuego? ¿Cómo descubrir qué hay debajo de las rabietas, la tristeza, la descontrolada impulsividad? Difícil, lo sé, querido lector, sin embargo es imprescindible observar cuándo y qué generan esas situaciones.
Me diréis que tal vez sea el temperamento. Ya sabemos que el temperamento tiene su raíz en la genética y está vinculado a la forma en la que el sistema nervioso y el endocrino funcionan. Claro que si sólo hablásemos de temperamento la educación en nada nos valdría y eso no es así. Las expectativas y las alternativas positivas y realistas que les damos; los límites que les ponemos; el respeto, empatía, congruencia, generosidad y paciencia que mostramos cuando peor se portan, y nuestro propio ejemplo gestionando emociones junto con las experiencias de vida y la interacción social les va modulando el temperamento y configuran su carácter. Es decir, que en la formación de su carácter y consecuentemente su personalidad los padres tenemos un papel fundamentalísimo. Y todos los valores señalados son reflejo auténtico del amor que por ellos sentimos
Y «educar en el amor es educar en salud mental», ya lo dijo Eduard Punset.
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