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José María Pou (Mollet del Vallés, Barcelona, 1944). No hace falta decir mucho más. Si no es él el más grande de nuestra escena, quién lo es. Ayer en Vitoria, hoy en Logroño y mañana en Pamplona. Es parte de la gira de 'Moby Dick', ... estrenada en enero en Barcelona, que llega al Bretón (a las 20.30 h.) dentro del Festival de Teatro. Un reto ingente del que nunca nadie había salido bien parado: llevar a escena la descomunal novela de Herman Melville; nunca hasta la versión de Juan Cavestany, el montaje de Andrés Lima y la interpretación de Pou. Tan exigente e intensa que incluso le hace pensar en su despedida al cabo de cincuenta años de carrera.
-Rey Lear, Sócrates, Orson Welles, tantos grandes personajes... Pero, qué gran reto encarnar a Ahab.
-Es, además, un gran reto inesperado. Uno siempre piensa en personajes de Shakespeare o en los clásicos, pero el capitán Ahab nunca entró en lo imaginable. Es una empresa que tiene una especie de maldición encima porque es tan, tan grande...
-Me pasó lo que a muchos de nuestras generaciones: me lo regalaron con doce años y lo devoré en tres días. Era la novela que más me gustaba. Presumía como un gilipollas de haberla leído. Pero era falso. Creímos haberla leído y luego nos dimos cuenta de que aquello solo era una versión infantil o juvenil de aventuras. Nos habían podado todo: porque la verdadera obra de Melville es todo un tratado de filosofía.
-Bufff... Qué difícil. No lo sé. Para ser sincero debo decir de verdad que no lo sé. Empecé con una idea preconcebida a partir de esa única definición que el personaje hace de sí mismo: «Yo no estoy loco; soy la locura enloquecida». Ni más ni menos. Así que yo intenté, si no llegar ahí, al menos llegar a los motivos que le llevan hasta ahí. Ahab es un hombre con poder, pero que ha sido humillado, mutilado por una ballena monstruosa. Y a partir de ahí su único propósito es la venganza. Es un hombre que se creía un elegido y, de pronto, se convierte en un tullido. Su obsesión se convierte en locura mesiánica.
-Es inquietante, porque Ahab es un hijo de la gran puta capaz de llevar a la muerte a su tripulación con tal de satisfacer su venganza. Pero también es un héroe que sabe que va irremediablemente a la muerte.
-Debo confesar humildemente que sí, que el capitán Ahab me ha desbordado. Nunca me había pasado en la vida. Y fíjate que he hecho personajes desbordados. Pero Ahab funciona por sí solo; va por libre. Hay momentos en escena en los que soy consciente de que yo no lo domino, sino que él me domina a mí. De verdad que pienso: ¿pero qué coño estoy haciendo?
-Es así; es totalmente un abismo. Lo veo cada día. Me siento como a punto de saltar al abismo.
-Nunca lo he dicho tan tajantemente, pero sí que me lo planteo. Ahab me exige mucho esfuerzo y ya tengo setenta y cuatro años. He cumplido cincuenta años de oficio y pienso que es el momento de parar y reflexionar. Aunque también tengo otros proyectos encima de la mesa.
-Debuté con Marat-Sade en el 68 con Marsillach... Luego el Rey Lear, Sócrates, 'La cabra' de Albee... tantos y tantos. Así que a veces me digo: ¡coño, José María, has hecho una carrera estupenda! He trabajado con los mejores y, más allá de el éxito y la fama, que no dejan de ser accidentes secundarios de tu trabajo, creo que tengo lo que a mí siempre me ha importado: el favor del público.
-Por un lado, ese: tener el respeto del público como yo los respeto a ellos. Siempre me ha obsesionado eso y tardo mucho en elegir una función porque me horroriza hacer una gilipollez. Por otro, ser digno del escenario. El escenario es un lugar sagrado, una especie de altar desde el que se ceremonia algo muy importante. Y nosotros los actores no somos más que los oficiantes. La idea es servir al teatro como gran medio de comunicación
-Cada vez me gusta más la idea medicinal del bálsamo que ayuda a la gente a seguir viviendo. Me gusta ser ese farmacéutico. Pero también hay que agitar, despertar, hacer tomar conciencia y reaccionar.
-Parece inherente a la humanidad y a buena parte de la sociedad, pero, sí, en la España democrática sufrimos una clase política que parece haber querido medrar a costa de la confianza de los ciudadanos.
-Me han hecho sentir un traidor por expresar mi opinión: yo estoy muy de acuerdo con que los ciudadanos tienen derecho a organizarse democráticamente como quieran, pero siempre por los cauces legales. Y no creo hacer daño a Cataluña con eso, sino todo lo contrario.
-Eso va a envenenar mucho más las cosas. Eso, tristemente, no ayuda nada a la resolución del conflicto.
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