Setenta y dos días sin misa
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Hoy, día del Corpus, por la dichosa pandemia no podremos salir en procesión por nuestras calles, acompañando al Señor en la custodiaQue se dice pronto. En mis cincuenta y cinco años de cura jamás me había sucedido nada parecido, ni siquiera en el devenir de mi cáncer de colon y de hígado. Debo manifestar sin ningún rubor que no celebrar misa me ha costado lo indecible. ... Sé que muchos que me lean opinarán que «no es para tanto». Lo respeto. Yo también opino que no es para tanto el que durante este mismo tiempo gran parte de la población ha estado privada de los veladores, las discotecas, el fútbol, los conciertos y otros modos de entretener un ocio o de pasar el rato. También me respetarán a mí por creer que no es para tanto. Para los gustos están los colores.
El pasado 15 de abril mi buen amigo Marcelino Izquierdo, y para nuestro diario, me preguntó cómo estaba llevando yo mi confinamiento. Contestación taxativa y sin ningún titubeo: «Lo que más echo en falta es poder celebrar la misa». De hecho esta frase encabezó la entrevista.
Me ha contrariado la soledad, como a todo hijo de vecino. Me ha supuesto un gran sacrificio no hacer deporte, como a todo buen aficionado a mover el esqueleto. He echado en falta una tertulia sabrosa con mis sobrinos, con mis colegas curas, con mis amigos periodistas, y con la buena gente. Pero lo de la misa, ya les digo que me ha resultado hasta angustioso. ¿Por qué?
No es fácil explicarlo. Me limitaré a una anécdota de rigurosa exactitud histórica. Tiene mucho que ver con la fe y con la sensibilidad religiosa, y también con algo tan poco frecuente como la coherencia de vida. Ser coherentes hoy es exponerse a que lo echen a los pies de los caballos, pues una cosa es creer en algo y otra muy distinta es vivir conforme a ese algo.
Año 304, que ya ha llovido. Abitinia, un pequeño pueblo de lo que hoy es Túnez. Un tal Diocleciano, político que llegó a emperador por ser un trepa, dotado de un sentido democrático muy parecido al de muchos de nuestros gobernantes de hoy, decretó nada menos que la pena de muerte para aquellos/as que se reunieran el domingo para celebrar la eucaristía. Cristianos, claro. La gente podía hacer manifestaciones, caceroladas, escraches, pintadas, huelgas, quemar mobiliario público, tal que farolas y contenedores de basuras, pero la misa, lo que es misa, la eucaristía, estaba absoluta y rotundamente prohibida y penada nada más y nada menos que con la lapidación (muerte a pedradas), la crucifixión (muerte clavado en una cruz), el degüello (cortar la cabeza), la hoguera (quemar a alguien vivo) o el aceite hirviendo (lo mismo pero con aceite). ¿Qué razón esgrimían los cristianos –adultos, niños, abuelos, jóvenes, ellos y ellas– para mantener su 'obstinación' por la asistencia a misa? Una razón obvia y sencilla: «Sin el domingo no podemos vivir», esto es, «sin la eucaristía no podemos vivir». Esto es coherencia. Lo demás son ganas de marear la perdiz.
Aquella gente tenía muy claro que la misa era el centro de su vida, que la eucaristía no era un «cumplo y miento» (cumplimiento lo llamamos hoy), una tradición bonita pero que no nos afecta, que no nos supone nada, algo que está muy bien para una Primera Comunión pero no para sucesivas y comprometedoras comuniones. Era más mucho más.
Comulgar es recibir el Cuerpo de Cristo, no un simulacro, y recibir el Cuerpo de Cristo exige vivir en gracia de Dios, confesar los propios pecados cada vez que haga falta, tratar a Dios como a un verdadero Padre y a Jesucristo como al Pan de Vida. Cualquiera con dos dedos de frente reconoce que recibir a Cristo lleva implícito la lucha por una vida limpia y una devoción sincera y sencilla. Por eso, aquellos primeros cristianos del norte de África llegaron a ver en la eucaristía algo vital, sustancial, esencial en su vida. Y se dejaron matar. Eran 49. Fueron asesinados, confirmando su fe en la Eucaristía. Murieron pero vencieron.
Hoy es el día del Corpus, que nuestro obispo ha definido como «momento muy importante para los cristianos». Una de las fiestas religiosas más alegres del año. Por la dichosa y bienaventurada pandemia no podremos salir en procesión por nuestras calles y plazas, acompañando al Señor en la custodia.
Nuestros niños no arrojarán flores a su paso. Tampoco habrá alfombras primorosas. Pero no pasa nada. Rezaremos y comulgaremos con más sentido que nunca y lo haremos muy bien observando los protocolos sanitarios como lo venimos haciendo, mejor que ninguna otra institución.
Este año toca adorar –esta es la palabra adecuada– al Señor Eucaristía dentro del recinto del templo. Hagámoslo con cariño, con reciedumbre, con la mayor alegría.
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