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La muerte pone a Tom Wolfe en su sitio: el panteón de las leyendas. Menores, más o menos. También nos pone a sus seguidores en una coyuntura opuesta: la vida. Volvemos a ser niños, adolescentes con la testosterona a flor de piel que buscan en ... las estanterías de casa lo que no encuentran. La vida, precisamente. El testimonio de que otros mundos son posibles. Y de que existen otras maneras de contar eso, la vida. Precisamente. Que no es el universo limitado y gris marengo de nuestros padres, porque los padres siempre habitan (habitamos) esos territorios donde nunca pasa nada. Y por el contrario en el país de Wolfe ocurría siempre algo, algo emocionante, relatado con una fluidez verbal que parecía a ratos escritura mecánica, filtrada a través de una experiencia a menudo lisérgica. Leer a Wolfe cuando uno ni siquiera aspiraba a ser periodista sí que te ponía en tu auténtico sitio. Una cura de humildad que al fondo, mientras imitabas sin éxito sus voces y sus ritmos, encerraba en realidad un punto de soberbia. La vanidad era eso.
El nuevo periodismo nos imantó a los raíles de este oficio con una contundencia tan proteica que logró lo imposible: que siguiéramos siendo leales a lo nuevo cuando lo nuevo ya es viejo. Porque tal vez no lo sea. En las páginas de Wolfe tropezabas con lo que buscabas y sigues buscando. Lo memorable. La huella de los años surcando las arrugas de tus congéneres en este valle de lágrimas. El fogonazo de la noticia genuina, que tantas veces se oculta en los pliegues de la realidad. Observar la actualidad desde un ángulo oscuro, esquinado, sin depositar tu alma en la primera versión de las cosas: ahí residía el mandato principal de Wolfe y sus apóstoles, que una generación de periodistas siguió sin aliento. Como si no hubiera otra alternativa. De hecho, no la había. La vida, nos decía Wolfe, nos decíamos nosotros, se desplegaba en el borrador inicial de una historia. Pero aún no era la historia. Y nuestra obligación era ser fieles al instinto. Pero hacerlo con alguna clase, con vocación de estilo.
Así que el nuevo periodismo se hizo viejo pero envejeció bien. Le ocurrió al revés que a su profeta. Wolfe se convirtió en reliquia, peroreliquia divertida. Con sus trajes de tres piezas, el borsalino, el zapato de la piel de la mejor ternera italiana: ya sólo Talese se viste igual. Sus novelas llegaban a la mesa perfumadas por ese mismo aire anacrónico que no les sentaba nada bien. Leerlas era como visitar a la abuela: un fastidio hasta que estás con ella. Una excusa para volver sobre sus primeros escritos, que en cierto sentido eran los tuyos: tú querías escribir así. Reconocerte en esos renglones. Escoger de entre todos los fragmentos de realidad que golpean los más chocantes, los que mejor incordian. Porque esa era una de las obligaciones del periodismo y para eso, para medirte con Wolfe y su quinta, te hiciste periodista. Concluir que su muerte deja huérfanos a sus hermanos pequeños empequeñece el mito. Consolarnos pensando en que esta noche reabriremos otra vez las páginas de La izquierda exquisita (y nos estremecerá su vigencia) o de Mau-Mauando el parachoques (y pensarás que ojalá ese título se te hubiera ocurrido a ti) te conduce a ese estado de postración mitad reverencial con el canon, mitad iconoclasta, que fue el auténtico reino de Wolfe. Su perplejidad, la de quien escribió sobre la Bauhaus desde un punto de vista imprescindible (el de quien no entiende nada pero aspira a comprenderlo) ya es tu propio asombro.
Querido Tom. Podría decirte la verdad. Que te envidié cuanto pude, que apuntaba hacia tu estela mientras repasaba el manual de primero de Periodismo, que me avergonzaba hasta desesperarme cuando fallaba en cada intento. Pero decirte la verdad me parece un homenaje demasiado pueril para rematar estas líneas que llevaba en la cabeza desde que me liberé del acné. Prefiero mentirte: bebo a tu salud un trago de ponche lisérgico. Y bailo un rocanrol de color caramelo de ron.
Querido Tom, el nuevo periodismo no te olvida.
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