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Más aún, la paz es necesaria, la paz es la principal responsabilidad de todos». Estas afirmaciones las hizo el papa en su mensaje de Pascua en la plaza del Vaticano abarrotada de fieles.
Al escuchar estas palabras por la televisión no pude por menos que ... recordar la imagen de Francisco, la noche del Viernes Santo, en el vía crucis que tuvo lugar en los aledaños del Coliseo de Roma: su semblante recogido, su cara entristecida, preocupada, angustiada, mientras rememoraba los pasos de un Jesús condenado injustamente a la muerte más atroz. Con él, todos los cristianos tuvimos puesta la mirada en las personas más sencillas del pueblo que están sufriendo en sus carnes, en sus hijos, en sus mujeres, en sus mayores, la mayor injusticia que conlleva una guerra, todas las guerras.
Es cierto que llevamos muchos días, demasiados, viendo en las noticias toda forma de violencia y destrucción. En cambio – y esto llama mi atención de periodista– a menudo nos venden la imagen de una guerra casi quirúrgica, estratégica, en la que la sangre derramada y el martirio infligido a los civiles ucranianos no movilizados, parece poca cosa o algo previsible, inevitable y asumible. Y como consecuencia de esa visión tenemos miedo, tenemos angustia. Y con el papa nos preguntamos: ¿cómo es posible que después de la muerte y resurrección de Cristo –misterio del amor, del perdón y del poder regenerador de Dios– siga habiendo tanta gente, tantos hermanos y hermanas nuestros, que tengan que esconderse y escapar para protegerse de las bombas, o que deban presenciar con absoluto desvalimiento cómo su futuro se hunde en la ciénaga de la pobreza por generaciones, gracias a la destrucción de la guerra? Hoy más que nunca, tenemos necesidad de Cristo, de su paz, de su ternura hacia los que sufren, de su firmeza con los que mienten y engañan.
Hemos pasado dos años interminables de pandemia que han dejado machacadas infinidad de familias, sin recursos y sin libertad. Ahora la guerra de Ucrania. Parecía que íbamos levantando la cabeza y esta guerra, como todas las demás guerras registradas en la actualidad y que el papa enumeró con un tono de voz claramente denunciador, nos enfrenta a las consecuencias de los pecados del egoísmo, la dureza de corazón, la soberbia y la avaricia.
Parece, insinuó el papa en el vía crucis del Coliseo, «que no estamos por la labor de aceptar como norte de nuestra vida la victoria del amor del crucificado, sino que seguimos atados al espíritu de Caín, que mató a su hermano por pura rivalidad». Y esa actitud cainita, fratricida, sigue presente también en el Oriente Medio y en la misma ciudad santa de Jerusalén. Y en Líbano. Y en Siria. Y en Irak. Y en Libia, con muchos años ya de tensiones. Y en el Yemen, que mantiene un conflicto olvidado por todos con innumerables víctimas. Y en África, que sigue sin encontrar la ayuda eficaz y concreta que necesita de los pueblos más desarrollados del planeta. El papa también recordó a los países de su muy amada América Latina, cuyas condiciones sociales están marcadas y agravadas por la criminalidad, la corrupción y la violencia.
Francisco pidió con energía que «dejemos entrar la paz de Cristo en nuestras vidas, en nuestras casas y en nuestros países. Que haya paz en la martirizada Ucrania. Que cese la violencia y la destrucción en esta guerra cruel e insensata».
¿Cómo harán los hombres de buena voluntad para aceptar la paz de Cristo en sus corazones? En la noche de sufrimiento que padecen los pueblos, el papa pidió algo bien concreto: «Que se abandonen todas las demostraciones de fuerza mientras la gente está sufriendo, por favor. Que no nos acostumbremos a la guerra. Que pidamos la paz con voz potente en las calles y en los balcones. Que los responsables, que los hay, escuchen el grito de paz de la gente». Y, citando un manifiesto de 1959, preguntó: «¿Ponemos fin a la guerra o ponemos fin a la raza humana?».
Francisco terminó agradeciendo los signos esperanzadores dados por tantas familias y comunidades que han acogido y acogen a emigrantes y refugiados en toda Europa. No podemos rendirnos. Hay que seguir ahogando el mal en abundancia de bien. No hay otra.
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