Lo que pasa en el campo se queda en el campo
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Esta frase la vengo oyendo y no referida a los cultivos, a la agricultura que tan mosqueada se encuentra estos días por la sequía, el precio de los carburantes y la escasez de grano. ¡No! Esta frase la oí por enésima vez el pasado domingo ... a la conclusión del clásico Madrid-Barcelona.
Y no es cierto eso de que lo que pasa en el campo se queda en el campo. Hay una realidad que se llama televisión, móvil o cualquier artilugio que recoge lo que allí pasa. Lo recoge y lo multiplica por cien, por mil, o por un millón de imágenes, que llegan a las casas, a los hogares y en definitiva a los niños, que es en quienes estoy pensando mientras escribo esto. Que nadie olvide que los niños ¡todos! son auténticas esponjas que lo absorben todo.
Yo tengo debajo de mi ventana una avenida larga y ancha, dotada de mucho espacio, donde cientos de niños juegan, corren, chillan y se lo pasan 'pipa', como dicen ellos. No juegan al tenis, ni al baloncesto, ni a la pelota a mano. Juegan al fútbol. Un fútbol primitivo, rústico, heroico, de veinte contra veinte o de tres contra tres. Da igual. Eso sí: imitan hasta la extenuación lo que ven hacer a sus ídolos de la televisión. No tienen árbitro, ni falta que les hace. Pero se tiran por el suelo en plan agonizante, igual que hacen los profesionales, que a nada que se rozan –y el fútbol, si se caracteriza por algo es por el roce, por la fricción– caen el suelo con unos aspavientos que ni que fuera un accidente de tráfico. Todos protestan por todo. Y muy a menudo se enzarzan como gallos de pelea. Y lo ven los niños. Y lo aprenden los niños. Y lo imitan los niños.
¿Qué fue de aquello del 'fair play', el juego limpio, el comportamiento leal y sincero y el respeto al oponente, convertido ahora en un enemigo, sobre todo por el público? ¿Qué fue de todo aquello?
A mí me resulta muy gratificante ver a la conclusión de un partido de baloncesto –partidos muy competidos, muy reñidos– cómo se ponen en fila india y, encarados los jugadores de ambos bandos, se abrazan, se estrechan las manos y se dicen algo simpático. Eso sí, en inglés, porque en nuestra liga ACB no hablan castellano ni siquiera los utilleros. Esos mocetones son todos extranjeros.
Pero a lo que vamos. El fútbol es tan universal y mueve tantos millones porque genera y alimenta pasiones bastante incontroladas y, en demasiados casos, violentas. Si no fuese por eso, no habría nada más aburrido e inconsistente que llevar una pelota de un sitio para otro y colocarla bajo tres palos, y encima con los pies. Posiblemente un grupo de monos bien adiestrados lo haría mucho mejor. ¡Pero amigo! Los hinchas lo toman como excusa para descargar la adrenalina y las tensiones en que viven habitualmente.
En la grada de un estadio se encuentra una identidad, la sensación de pertenecer a algo importante. Y cuando esa sensación se frustra por un resultado adverso o considerado injusto, se puede llegar a lo que yo vi una vez en el viejo campo de Las Gaunas: un excelente, muy conocido y respetado profesional apagó un puro en la incipiente calva del árbitro cuando este entraba en el túnel de los vestuarios. No me lo invento, muchos lo vimos, aunque al día de hoy casi todos ya están muertos empezando por mi padre que también estaba allí.
Termino con unas declaraciones recientes del papa Francisco. No se refieren a la reciente reestructuración de la curia del Vaticano. ¡No! Se refieren a una experiencia suya vivida dentro de la cancha de fútbol. El papa ha admitido lealmente no tener muchas habilidades con los pies y el balón, y en esto somos mayoría los que nos parecemos a él. Por eso, donde se sentía más seguro era defendiendo la portería. «Yo era un palo –ha manifestado en concreto–. Me llamaban 'el pata dura'. Por eso me ponían bajo el arco (la portería) y ahí me defendía más o menos bien. Y lo que son las cosas –añadió–, tras una mala experiencia como aficionado –pasó algo que terminó chabacano, desagradable, mal– prometí no volver a ver nunca más un partido en un campo de fútbol».
Una experiencia que no deseamos a ninguno de nuestros chiquillos. ¿De acuerdo?
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