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FELIPE CABRERIZO
Sábado, 23 de noviembre 2019, 08:09
Habituados como estamos a leer libros de memorias que son poco más que puntales para reafirmar el pedestal erigido por su autor para agrandar la leyenda, sorprende toparse con uno que arranca con su protagonista saliendo al escenario y sufriendo un desmayo: «El micro pesaba un quintal. Salió disparado como si fuera un ancla. No sé si volvió hacia mí. Todo se me oscureció. Lo próximo que recuerdo es yacer en el backstage. Percibía luces deslizándose y voces de preocupación que iban y venían».
No es desde luego habitual encontrarse con algo similar, y mucho menos si estas líneas provienen de uno de los cantantes icónicos de la masculinidad más hiperbólica del rock de los setenta. Pero así sucedió en la primavera de 2007, cuando unos reformulados The Who afrontaban en Florida el enésimo concierto con el que se ofrecían una segunda vida tras un parón de casi dos décadas. Y es, decíamos, el episodio con el que arrancan los recuerdos que Roger Daltrey ha plasmado en una autobiografía recién publicada en castellano con el título «Mi historia: memorias del fundador de The Who», mucho más agradecido que ese «Thanks a lot Mr. Kibblewhite» con el que había aparecido en su idioma original como recuerdo al director que expulsó de su colegio a un Daltrey adolescente al que si auguraba pocas esperanzas de futuro éstas no se levantarían precisamente sobre sus habilidades musicales, aseguraba.
Título revanchista, por lo tanto, pero también justo: si algo queda claro tras la lectura del volumen es que Daltrey, hijo de la clase obrera de los suburbios londinenses nacido bajo los bombardeos de la Luftwaffe, trabajó duramente por el éxito de la banda aplicando a ello todo su orgullo proletario. Tuvo ocasiones de sobra para ello, porque el tránsito no sería sencillo. Y no hablamos ya de la dificultad de mantener en pie un grupo durante más de medio siglo, sino de mera supervivencia: desconcierta leer que el resto de integrantes llegó a retirarle el saludo durante tres largos años cuando Daltrey intentó acabar por la vía rápida (léase tirando por la cañería) el desbocado consumo de drogas en el conjunto.
Y no sucedió en un momento cualquiera, sino en el de grabación de un single, 'My Generation', que los lanzó a primera línea de aquella explosión espontánea que fue el movimiento mod. Una supervivencia personal a la que se añade la material: son los años en los que Daltrey, ya casado y con un hijo, se ve obligado a vivir en la furgoneta de la banda ante la imposibilidad de pagar un alojamiento. Resulta enternecedor comprobar cómo poco después pasaría los tres meses de la primera gira americana del grupo limitándose a comer una única hamburguesa diaria para ahorrar para pagar la entrada de un piso.
No lo consiguió, claro: Daltrey tuvo incluso que pedir dinero prestado para comprar un billete de avión con el que regresar a Europa. Y es que pese a haber llenado todos los recintos noche tras noche, la gira sólo había dejado deudas. Las ganancias se habían ido en drogas y sobre todo en el interminable anexo del libro de contabilidad en el que se sumaban los arreglos de habitaciones destrozadas y coches lanzados a piscinas que cual caballo de Atila iba dejando a su paso el hiperactivo batería Keith Moon. Porque por supuesto los compañeros de banda son los secundarios estelares de este relato: un Pete Townshend siempre amenazante y en demasiadas ocasiones violento, un Moon absorbido por excesos inimaginables incluso para una banda de rock, un John Entwistle que no le iba a la zaga pese a que su postura hierática en el escenario parecía aportarle a ojos del público una cierta sobriedad.
Daltrey es consciente de que nada hubiera conseguido sin ellos, de que si The Who funcionó fue porque los cuatro funcionaron como una unidad indivisible. Y no duda, en consecuencia, en datar la muerte del grupo en otoño de 1978. Desde entonces la banda no ha conocido más que una sucesión de años de gloria y popularidad, capaces de presentar armas en citas tan masivas como unos Juegos Olímpicos o la Super Bowl, y sigue todavía activa: en apenas unos días llegará una ansiada nueva entrega discográfica. Pero aquella noche el cuerpo de un Keith Moon de apenas treinta y dos años reventó por una sobredosis del medicamento con el que intentaba frenar su demoledor alcoholismo y Daltrey supo que su vacío dejaba un hueco imposible de cubrir. Con él desaparecía una de las cuatro piezas en eterno equilibrio inestable que arquitectaban los Who y nada ni nadie podría volver a conectarlas de la misma manera.
El principal acierto de este libro de memorias es desde luego la posición distanciada desde la que las escribe Daltrey. Los años y los numerosos altibajos lo han convertido en una persona consciente de su propia historia, situada en un pedestal desde el que, con una desarmante ironía que dinamita automáticamente cualquier disparo de ego, contempla la historia de una banda que por suerte o por desgracia nunca vivió bajo la lupa de aumento que siempre persiguió hasta el más mínimo detalle de la carrera de sus principales competidores, los Beatles y los Rolling Stones. Es la baza ganadora que se esconde tras una narración vibrante, absolutamente imparable, que da luz a varios puntos oscuros y que sirve además como espejo a 'Who Am I', el retrato de la misma historia que publicó hace unos años Pete Townshend. La lectura conjunta de ambos libros conforma involuntariamente un puzzle contradictorio pero sobre todo complementario con el que conformar una generosa panorámica de la historia de la banda más arrolladora que jamás haya salido de las calderas británicas.
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