Sucedió hace un par de décadas. Julio Iglesias espera ansioso la aparición de Juan Carlos I en la recepción real a la que ha sido invitado. Al ver al monarca su emoción es tal que cae de rodillas ante él, coge su mano y le ... entona conmovido uno de sus temas.
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No ha sido una buena idea: nublado por la sobrecarga de fervor patriótico, Julio se ha olvidado de sus frecuentes ataques de ciática y al concluir ve que es incapaz de levantarse. Intentando esquivar el bochorno y sin saber muy bien qué hacer, comienza a cantar otra canción sin levantar la rodilla del suelo. El rey comienza a incomodarse.
Cuando Julio se arranca con la tercera alguien de su equipo se da cuenta de lo que está pasando y le ayuda a levantarse y salir del salón.
No es más que una anécdota —no incluida, por cierto, en el libro que es objeto de este artículo—, pero podríamos forzar su lectura como metáfora de la última y larga, larguísima etapa de la carrera de Julio, abocada voluntariamente a una parálisis reverencial hacia su propio público. Podemos incluso determinar una fecha que marca su inicio de manera abrupta: 1975, el año en el que el éxito de Julio se hace global, el año en que no duda en retratarse con un rostro de aplastante seguridad en sí mismo sobre una silla emmanuelle para la portada de su álbum 'El amor', el año en el que arranca la enésima gira mundial en que se ha convertido su vida y que lo llevará a pisar los escenarios más majestuosos del planeta, Madison Square Garden incluido.
No fue éste un concierto cualquiera. Preparado pacientemente durante meses, con Tito Puente como artista invitado, alcanzó un sold out absoluto y fue retransmitido por Telemundo a toda América Latina. Aquella noche, rodeado por todos los tiburones de la industria discográfica estadounidense, Julio entendió que había tocado techo. Su siguiente meta sería el asalto definitivo al mercado americano.
Buscó el objetivo sin pliegues, sin poner la más mínima traba a las discográficas: Julio había entendido perfectamente qué es lo que los americanos buscan en un 'crooner' enmarcado en la categoría 'latin' y no dudó en darles lo que querían. Con una fuerza de voluntad asombrosa, con un ritmo de trabajo frenético, pero también alejado de esos asomos de inquietudes musicales que (ocasionalmente) habían marcado los primeros años de su carrera. La aparición en los siguientes días de un doble disco en directo registrado en el Olympia, templo de la música francesa, puede verse como una lápida con la que Julio enterraba lo que a día de hoy sigue siendo lo mejor de su trayectoria.
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A partir de ahí su carrera se transformó en una apisonadora comercial apoteósica marcada por unas cifras de ventas no ya inalcanzables sino difícilmente comprensibles para un humano medio. Poco importó que aquello fuera tomando aspecto de masa informe y comenzara a ser difícil diferenciar un disco de otro, incluso una canción de otra: Julio sabía que había dado con la clave de lo que buscaba y sacó a su nuevo estatus todo el jugo posible. Su siguiente álbum se convertiría en disco de oro hasta en la mismísima China de Mao. ¿A qué se puede aspirar después de lograr algo así?
Quedaba, claro, otra cara. Ésa que ha terminado devorando a Julio, la conformada por un rosario de apariciones en prensa —nunca musical— donde todo termina cubierto por una larga lista de amantes, noviazgos, divorcios y demandas de paternidad. Y si sólo fuera eso: resulta incómodo a estas alturas adentrarse en ese personaje tanoréxico, liberal en el amor y no sólo, siempre dispuesto a soltar una banalidad en cuanto le ponen delante un micro al que lo mismo lanza historias sobre las famosas tres mil señoras que chistes sobre el uso de Viagra. Un personaje incomprensible, henchido de una españolidad de chicha y nabo y de un amor a la mujer así, como concepto, que ha mostrado el mismo reparo (nulo) a la hora de mostrar un busto de Franco decorando su dormitorio que a la de contar lo bien que lo ha pasado bailando con Hugo Chávez en una fiesta privada del Comandante.
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Es todo tan excesivo, todo tan contradictorio, todo tan difuso, que cualquier biógrafo se relamería ante la posibilidad de relatar la vida de un personaje de este calibre. Julio lo sabe, claro, y hace ya unos años hizo llamar a un par de periodistas para elaborar una biografía tutelada siguiendo el modelo impuesto por el éxito editorial de las memorias de Keith Richards. Pero sus problemas de salud han ido desvaneciendo el proyecto y por ese pliegue se ha colado hábilmente Óscar García Blesa para emprender su propia narración.
García Blesa es, desde luego, la persona idónea para la labor: conoce perfectamente la industria discográfica de alto octanaje, clave para entender la figura del hijo de Papuchi, y además ha velado armas en otro proyecto faraónico, el libro y correspondiente documental sobre Alejandro Sanz. Su 'Julio: la biografía' es el primer empeño biográfico serio que conoce el cantante, pues cuesta calificar como tal aquellas supuestas memorias escritas por Tico Medina en 1981 como parte de la maquinaria de promoción del artista, un libro difícilmente comprensible para un lector actual.
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La labor del autor es titánica, aunque el personaje permanezca tan desdibujado como agotado el lector tras concluir las casi 800 generosas páginas del volumen. En su debe, la abundancia de relatos 'off-topic' que despistan del hilo central, las caídas ocasionales de la narración en elenco de acontecimientos triunfales y la ausencia de labor de hemeroteca previa a tiempos internautas, algo que esquilma fatalmente las dos primeras y fundamentales décadas de la carrera del cantante. En su haber, el haber sabido esquivar con habilidad el continuo chapapote del Julio rosa que podría soterrar fácilmente su vertiente musical, la comprensión y valorización de una música eternamente despreciada por la aristocracia cultural, y el haber buscado atentamente joyas enterradas entre el dédalo de una discografía apabullante por lo caótica.
Remarcamos este último punto por no ser un hecho menor: este cronista se vio obligado a hacer lo mismo ha no mucho y puede garantizarles que la labor es digna de equipararse a cualquier trabajo de Hércules, si no a los doce conjuntamente.
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La realidad del personaje sigue, por lo tanto, esquiva y guardada bajo siete llaves. Algo que por otra parte apostamos a Julio importará un bledo. A fin de cuentas, estamos hablando de un cantante que cuando se topó con Bob Dylan en el ascensor de un hotel brasileño recibió este saludo: 'Oye, Julio, a ver cuándo empiezas a grabar mis canciones, chico'. No intuimos en la frase razones artísticas sino una nueva muestra de que Dylan, viejo zorro de la industria, sabe perfectamente dónde se esconden las tajadas más generosas del negocio. Pero carajo, a ver quién puede presumir de haber escuchado algo así de boca de Dylan.
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