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A las puertas del Instituto Escultor Daniel, en Logroño, dos figuras de piedra blanca se abrazan con firmeza. Scientia non sine homine, reza la leyenda. Se diría que es una obra del célebre cerverano que da nombre al centro: sus mismas cabezas serenas, sus manos recias, sus cuerpos formando uno solo. Y, sin embargo, es un homenaje que le tributó otro artista, cerverano también, mucho menos conocido, pero igualmente entregado a la búsqueda de la belleza. José Fernando Sáinz Ochoa, recientemente fallecido, deja unas pocas piezas públicas, pero, sobre todo, una gran cantidad de obra inédita, pintura en su mayoría, digna de una retrospectiva póstuma. No hay conocimiento sin el hombre.
Salvo una muestra en Barcelona durante su juventud de estudiante de Bellas Artes, Sáinz Ochoa nunca llegó a exponer. Sin embargo hay obra suya en varias instituciones fruto de donaciones. Las circunstancias, quizás también la mala suerte y una personalidad poco dada a las ambiciones y competencias mundanas le impidieron darse a conocer como artista poco más allá de su círculo cercano.
«Mi padre ha sido el gran olvidado –lamenta con una mezcla de pena y orgullo su hija Patricia–. Dedicó su vida a la enseñanza, era catedrático de dibujo pero pintor de corazón. Pintaba mañana, tarde y noche. Siempre con sus apuntes, en cualquier momento libre, su cabeza se ponía a trabajar».
Nacido en Cervera del Río Alhama en 1948, Fernando Sáinz desarrolló la totalidad de su carrera profesional como profesor en el IES Escultor Daniel, desde su fundación en 1982. Fue uno de los impulsores de bautizarlo con el nombre de su paisano, al que admiraba profundamente y con el que llegó a tener relación personal. Pero su verdadera pasión fue siempre el arte, especialmente la pintura.
Se le conocen varios retratos, que nunca fueron encargos oficiales sino donaciones propias: como los del rey Felipe, en el Palacio del Gobierno de La Rioja; de la princesa Leonor, en la sede de la Fundación San Millán; de Harald V, en el Palacio Real de Noruega; de Manuel Sáinz Ochoa (su hermano), en el Salón de Alcaldes del Ayuntamiento de Logroño; o del expresidente riojano José María de Miguel, también en el palacete del Espolón.
Aunque se trata de trabajos obviamente realistas, centrados en reflejar fielmente la personalidad del personaje a través de la mirada, el gesto y la postura, los fondos le permiten emplear el color de forma abstracta, que siempre le interesó más que la figuración. De hecho, el grueso de su obra pictórica es abstracta, marcada por «una búsqueda incansable de la belleza, que él encontraba en la luz», según Patricia Sáinz, y por un «permanente inconformismo, que le llevaba a no dar por terminada nunca la obra».
«Supongo que esta búsqueda de una perfección imposible –añade su hija–, sumado a la falta de apoyos, a puertas cerradas, a propuestas enviadas pero nunca aprobadas, ha hecho que la obra de mi padre nunca haya visto la luz. Esta es su historia, un hombre discreto, que solo quería pintar y que su trabajo fuera elegido por su talento». La muerte sorprendió a Fernando Sáinz el 4 de febrero sin llegar a ver ese reconocimiento, pero su obra aguarda el momento de hacer justicia poética. Memoria de un artista olvidado.
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