En la columna anterior me comprometía a continuar con un tema, no esotérico, ni religioso, sino humano: la compasión. Y por ello, traigo a colación a un gran escritor, León Tolstói, que nació en la comodidad de la aristocracia rusa, pasó por avatares bien diferentes ... y cayó en una gran depresión a los cincuenta años. Ni su condición de conde, ni ser uno de los hombres más ricos de su país, ni ser famoso por su literatura en todo el mundo mitigaban su infelicidad.
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Un día, en la avenida Afanasevsky, vio a un huérfano y, conmovido por la compasión, se lo llevó a su casa. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió bien. Se olvidó de sí mismo, de sus problemas, de su tristeza. A partir de ese momento, Tolstói renunció a sus lujos y privilegios, y comenzó a llevar una vida sencilla, regalando lo que poseía a los necesitados. Murió creyendo en el desprendimiento de todo bien material.
Tolstói fue también el primer teórico de la no violencia, predicó la fraternidad entre los pueblos y sus ideas inspiraron a otra gran figura del siglo XX, Mahatma Gandhi.
En un mundo —como el de hoy, el de hoy aún más extremo— donde lo que se valora es lo que se posee, donde las personas buscan su enriquecimiento, su poder y sus beneficios, el escritor ruso fue tildado, como lo sería hoy, de loco.
Un día, un viejo amigo suyo, que vivía en el lujo, le preguntó: « ¿Qué sentido tiene hacer todo esto? ¿Qué te importan los demás? Deberías pensar en ti mismo». A lo que Tolstói respondió: «Si sientes dolor, estás vivo, pero si sientes el dolor de los demás, eres humano».
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Tal es la compasión. Podríamos hablar de varios tipos de compasión: hacia uno mismo, hacia el otro, hacia el universo. Yo quiero hablar de la compasión a los demás que puede inculcarse y educarse. Para ello, la primera cuestión es sensibilizar. Sensibilizar a nuestros hijos y alumnos sobre las diferentes circunstancias y personas que nos rodean. Pero no basta sensibilizar, hay que enseñar la empatía: reconocer emociones en uno mismo y en los demás; gestionar las emociones propias y ponerse en el lugar del otro. Aún nos faltaría un paso más. No basta con reconocer y sentir el dolor del otro, la compasión es el sentimiento que nos lleva a la acción, a querer paliar, mejorar o erradicar el dolor, el daño, la adversidad del otro.
Y deberíamos aprender a practicar la compasión con ilusión, con pasión, porque según el político estadounidense Doug Dillon, «nada nos hace más humanos». «La compasión es la clave para la supervivencia final de nuestra especie». Es lo que hace superar la autocomplacencia, el egoísmo, la intolerancia, los racismos y todos los «ismos». O en palabras de Albert Einstein: «La compasión es el antídoto universal».
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