Hemos acudido, el 1 de noviembre, a los cementerios para visitar a nuestros difuntos, para llevarles flores, y recordarles en voz alta. Seguramente hayamos vuelto a ver Don Juan Tenorio, recogido castañas, hecho buñuelos y desempolvando fotos. Quizás sepamos que el origen de esta celebración ... se remonta a hace unos 1.300 años, cuando el Papa Gregorio III consagró una capilla en la Basílica de San Pedro en honor de Todos los Santos, pretendiendo que fueran venerados al menos un día al año. Posteriormente, el Papa Gregorio I, en 835, extendió su celebración a toda la Iglesia. Se cree que la elección del 1 de noviembre fue porque coincidía con una festividad de los pueblos germanos y de esta forma se convertía en una celebración católica.

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Por otro lado, el 2 de noviembre es el Día de los Fieles Difuntos. Parece ser que en este día, no festivo laboralmente, se conmemora a todos los cristianos bautizados que según la iglesia «se encuentran en el purgatorio». En definitiva son fechas para enaltecer a nuestros seres queridos fallecidos –aunque de muy poco sirven estos gestos cara al público, y a menudo comerciales, si no les hemos honrado en vida, ni nos acordamos de ellos y perpetuamos, en nuestro discurrir diario, los valores que nos enseñaron–.

De todas modos, signifiquen estas fechas un modo más de respetar a nuestros difuntos, para unos, o una jornada festiva, para otros, es seguro que todos tenemos alguien a quien recordar y por quien hemos llorado, y aún lloramos. En la mayoría de los casos sabemos dónde están y cómo se fueron. Mayoritariamente, nuestros fallecidos son el tronco o las ramas principales de las que provenimos, pero en algunas ocasiones son las ramas tiernas, la prole.

Presupongo, por el amor que tengo a mis hijos, que no existe un adiós más terrible que el de los padres a los hijos, lacera con un rayo imposible de curar. Y sin embargo, cada día ante nuestros ojos vemos desgranarse las infancias: en nuestro propio entorno, país, en las guerras del este, oeste, sur y norte, en los atentados, en las matanzas, en la hambruna.

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Nadie honrará con flores a los millares de cadáveres infantiles —muertos por crueldad, odio, falsos patriotismos,..— enterrados en fosas comunes o tirados en lugares imposibles de recuperar.

Reclamo que seamos capaces de alzarnos contra tanta violencia, para que todos puedan llevar ramos, o velas o presencia a todos sus muertos, donde quiera que la naturaleza les llevó. Ojalá en todos los lugares aprendiéramos a valorar la vida y su futuro: la infancia.

Reivindico su esencia con Benedetti: «Cuando éramos niños/ los viejos tenían como treinta/ un charco era un océano/ la muerte lisa y llana/ no existía». Reivindico el fin de la barbarie con Hernández: «El odio se amortigua/ detrás de la ventana. /Será la garra suave./ Dejadme la esperanza».

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