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«Su biografía ha eclipsado la obra de Lucien Freud». Lo dice Paloma Alarcó conservadora del Museo Thyssen y una de las artífices de la muestra que la pinacoteca acogerá en febrero sobre este clásico del siglo XX. Será una versión algo reducida de la ... que se puede ver hasta enero en la National Gallery de Londres. Una muestra histórica que celebra el primer centenario del genial retratista británico, un «maestro» que buscó y halló en la piel y la carne lo más profundo del alma.
La muestra de Londres exhibe 68 piezas, seleccionadas por Daniel Herrmann, 63 pinturas y cinco dibujos, mientras que en la de Madrid solo habrá 55 obras. «Era un pintor muy lento e invitamos a verlo con una mirada lenta y pausada», dice Herrmann de una muestra centrada en la intimidad, en su labor en el estudio y en el cuerpo. No en vano, Freud es «el pintor de la carne», aunque Herrmann destaca cómo «cambió la visión erótica por la de intimidad». «Fue pionero en tratar las relaciones homosexuales y la vulnerabilidad del sida», apunta. No duda el comisario que estamos ante «uno de los grandes maestros del siglo XX».
«Pero queremos ir más allá de su biografía, desligarlo de esa fama que ha eclipsado su obra y ver qué nos dice hoy», coincide Herrmann con Alarcó. Y es que la biografía del nieto de Sigmund Freud, nacido en Berlín en 1922 y emigrado a Londres, es la de un vividor. Bisexual pero mujeriego irredento y apasionado, bebedor, amigo y luego enemigo de Francis Bacon, colega de los grandes pintores de su generación -Auerbach, Kossloff, Kitaj-, tuvo más de una veintena de hijos con seis mujeres de los que solo catorce fueron reconocidos. Pero, sobre todo, fue pintor.
«Se le mitificó como nieto de Sigmund Freud y aquí le vemos de otra manera», insiste Alarcó. Recuerda que Freud se jactaba de no haber leído ni una sola línea de la obra de su abuelo, «que le interesaba solo como biólogo, no como psicoanalista», y que su pintura «nada tiene que ver con el psicoanálisis».
«Su biografía ya está hecha y es importante, pero hay que dejarla a un lado. El éxito de estas muestras será encontrar nuevas maneras de ver a Freud», insiste Herrmann. En el año de su centenario, la doble muestra quiere «conectarlo con la historia de la pintura» y repasar siete décadas de trabajo de un genio que renovó el retrato mirándose en los clásicos y planteando nuevas preguntas. «Es un pionero pintando los cuerpos no normativos, buscando otra belleza en una carnalidad nada canónica», apunta.
«No le interesa repetir el desnudo clásico y se apega a esa carnalidad para mostrar que cualquier cuerpo encierra belleza», dice Herrmann recordando a corpulentos modelos como Leigh Bowery y Sue Tilley, personas de a pie con anatomías fuera del canon -Tilley, funcionaria, pesaba 127 kilos-, de los que pinta sus imperfecciones, curvas y cicatrices. Unos retratos que alternó con los de poderosos magnates y monarcas, como el barón Thyssen o Isabel II de Inglaterra.
«Freud muestra una belleza descarnada, cruda y carnal. No en vano sostenía que la carne es pintura, y la pintura es carne más allá de la carne. Dijo también que la pintura no puede existir sin la pintura», recuerda Herrmann, para quien «toda su obra es un proceso metafísico sobre la pintura». Estudió a los maestros renacentistas buscando detalles en Rafael, como luego en Tiziano, Courbert y Watteau.
Admiraba a Goya y sobre todo de Velázquez. «Ahora se le presenta como un clásico del siglo XX pero siempre lo fue», dice Herrmann de este pintor «inteligente, culto y muy divertido». «Un gran conversador, ya fuera de literatura o hípica que jamás ponía música para pintar», precisa.
El mercado está ávido de sus obras, hoy con cotización estratosférica. Hace apenas un mes se subastó 'Gran interior W11 (según Watteau)', un cuadro de la colección de Paul Allen, cofundador de Microsoft con Bill Gates, por el que se pagaron 86,2 millones de euros en la sala Christie's de Nueva York, nuevo récord para el artista.
Jamás aceptaba encargos y no lo fue el diminuto retrato de Isabel II que puede verse en la National Gallery y que no estará en Madrid. «Le interesaba todo el mundo y en particular alguien tan poderoso como una gran monarca. Tenían la misma edad y les interesaban los caballos; conocía a los cuidadores y hablaban sobre ello. Fue el único retrato que pintó fuera del estudio», explica Herrmann. Isabel II le concedió veinte sesiones de dos horas cada una, cuando lo habitual era que la reina ofreciera un máximo de cuatro de dos horas a sus otros retratistas.
Muy mayor viajó a Madrid para contemplar fugazmente en el Prado 'Las meninas' y el resto de la obra de Velázquez.
Aún huele a trementina en el último estudio de Lucien Freud, en Kensington, al oeste de Londres. Está en la última planta de un centenario edificio de ladrillo que pertenece a David Dawson, su asistente en las dos últimas décadas de su vida. También compañero, confidente, albacea y testigo del infatigable trabajo de Freud en el estudio que acabó heredando. Puro caos, el estudio está como el pintor lo dejó a su muerte en 2011.
Las paredes, de ese color ámbar desleído tan reconocible en sus retratos, están llenas de pegotes del óleo que Freud sacudía de los cientos de pinceles amontonados por todas partes. Como los tubos de óleo espachurrados. En los rincones, montañas de trapos que alguna vez fueron blancos. Son deshechos de las lavanderías de los hoteles que Freud demandaba para esparcirlos en el suelo y tumbar sobre ellos a sus modelos. Cabe preguntarse cómo surgió tanta belleza, áspera e inquietante, sí, de un entorno tan caótico y mugriento.
«Necesitaba pintar muy despacio, desde el centro del cuadro hacia los márgenes», explica Dawson, a quien Freud retrató ocho veces. La última junto a su perro, en cuya oreja aplicó la última pincelada de su vida. Freud pintaba cada día doce horas, de ocho a dos por la mañana y desde las seis a medianoche. Discriminaba entre los retratos de día con luz natural y los nocturnos con iluminación artificial. En el estudio siguen las potentes lámparas que incluye en sus retratos y autorretratos, los sillones desvencijados y la vetusta cama donde recostaba a sus modelos.
Las banquetas están llenas de chorretones de pintura, como las ajadas botas con las que se autorretrató desnudo en uno de los iconos del arte del siglo XX. «Se sometió a sí mismo a la exigencias a las que sometía a sus modelos», dice Dawson. «Era un perfeccionista. El mejor juez y editor de su propia obra. Rompía muchos cuadros, tanto, que para dar uno por bueno, antes quizá había desechado cuatro».
Dice Dawson que fue «cuidadoso» con sus catorce hijos reconocidos, que «les dio estudios y les compró casas», pero lo cierto es que él y su abogado administran su legado en lugar de sus hijos, algunos de los cuales se conocieron en el funeral de su padre.
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