Hace dos siglos. El Palacio del Santo Oficio en La Rioja, que instruyó entre otros procesos el que llevó a la hoguera a las brujas de Zugarramurdi (1610), había abierto sus puertas en 1570
El 11 de abril de 1820 -hace justo 200 años- quedó suprimido definitivamente el Tribunal de la Inquisición de Logroño, activo desde el año 1570. El destierro del Santo Oficio e produjo apenas un mes después de la nueva proclamación de la Constitución de Cádiz y en medio de un ambiente de euforia liberal. El Tribunal se cerró como consecuencia del decreto de abolición de la Inquisición de 9 de marzo de ese año.
«Fue un acto sencillo -explica Francisco Javier Díez Morrás (Santo Domingo de la Calzada, 1972), doctor en Humanidades, profesor asociado de la UR y el mayor experto en el Trienio Liberal riojano-. Consistió en la realización de un inventario de causas, documentos y libros dirigido por las autoridades civiles, judiciales y eclesiásticas, y su depósito en un arca de tres llaves».
Cuenta Díez Morrás que «entre 1570 y 1820 estuvo ubicado en Logroño uno de los más relevantes tribunales de la Inquisición española, que llegó a la ciudad tras haber pasado por Pamplona, Tudela y Calahorra».
«Los inquisidores de Logroño quemaron los documentos más comprometedores»
Díez morrás
La historia de este tribunal estuvo marcada por el conocido Auto de fe de Logroño celebrado los días 7 y 8 de noviembre de 1610, procesó que concluyó con la quema de las denominadas brujas de Zugarramurdi', cuya 'Relación...' fue publicada meses después por el impresor Juan de Mongaston y recuperada en 1811 por Leandro Fernández de Moratín.
«Tras el acto de cierre -prosigue el investigador calceatense-, el Tribunal logroñés nunca más se volvió a constituir como tal. Tres años y medio después, con el retorno al absolutismo el en 1823 de la mano de Fernando VII, no se reinstauró la Inquisición, si bien su desaparición formal como jurisdicción especial se produjo con el decreto de 15 de julio de 1834, ya fallecido el monarca».
Al acto oficial de clausura, celebrado en el propio palacio, acudieron el juez de primera instancia interino de la ciudad, Luis de Lemos; el vicario de Logroño, Cecilio Lasuén; el administrador de las rentas reales del partido de Logroño, Bernardo Aguillo, el escribano y los tres inquisidores, Juan Fernández de Legaria, Fernando Antonio de Sisniega y Juan José de Odériz».
El inventario del que habla Díez Morrás se inició por las causas civiles abiertas, que eran 16, y una criminal. Además existía un cuaderno de anotación de los pleitos, 164 expedientes de pruebas sobre la naturaleza, legitimidad y limpieza de sangre de los ministros y familiares del Santo Oficio, así como otros documentos, básicamente índices de causas abiertas y localidades del distrito inquisitorial.
Incertidumbre en Logroño
También se inventarió la biblioteca de los libros prohibidos que se había aprehendido, entre los que destacaban 479 tomos de la Encyclopédie y 57 tomos con láminas de la misma obra.
Pero si algo tenía especial interés eran las causas de fe, verdadero catálogo de agravios, arbitrariedades y venganzas. Sin embargo, la sorpresa es que no hayaron ninguna. «Con clara intencionalidad y siendo conscientes del oprobio en el que a estas alturas había caído este tribunal -argumenta Díez Morrás-, los inquisidores se habían encargado de quemarlas días antes, por la situación de incertidumbre general palpable en la ciudad. Logroño vivió esos primeros días constitucionales de 1820 en un ambiente tenso. Considerando el peligro que suponía la amenaza de desórdenes y 'funestísimas consecuencias'; que los papeles pudiesen acabar de mano en mano y dándose a conocer los nombres de delatores, testigos y delatados, decidieron 'quemar todas las causas de fe, conclusas y suspensas y las pocas sumarias pendientes que había'».
Ante el riesgo a que se suscitasen odios y venganzas, y a que se perturbara la paz pública, «los inquisidores se deshicieron de todos los documentos comprometedores para evitar que, tras un previsible saqueo, se hiciese publicidad de su contenido y corriese peligro su propia integridad personal y la de muchas otras personas», concluye Francisco Javier Díez Morrás.
Los libros prohibidos que había al cierre del Tribunal
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