Fernando Aramburu
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Fernando Aramburu
La vida de una generación completa de un pueblo puede cambiar en un instante. Es lo que sucedió cerca de mediodía del 23 de octubre de 1980 en Ortuella. Una explosión de gas en la escuela Marcelino Ugalde mató a 50 niños de entre cinco ... y seis años y a tres adultos, dos profesores y una cocinera. Ese es el punto de partida de la última novela de Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959), que se adentra en el hogar de uno de los pequeños que perdieron la vida ese día.
En 'El niño' (Ed. Tusquets) cuenta mediante la ficción cómo el dolor lo invade todo y desdibuja el futuro de unos padres sin más hijo que él y un abuelo que se resiste a aceptar la pérdida. Al día siguiente de la tragedia, en este periódico se publicó una esquela de un partido político que como único texto llevaba unos versos de la 'Elegía' de Miguel Hernández: «Tanto dolor se agrupa en mi costado/ que por doler me duele hasta el aliento». Es el sentimiento que embargó a un pueblo roto, representado en la novela por una familia incapaz de encontrar sentido a su existencia.
-¿Cuándo comenzó a interesarse por la tragedia de Ortuella?
-Ha sido una cicatriz toda mi vida. Fue un drama que tuve mucho tiempo en la cabeza porque además durante 24 años di clase a niños a partir de 6 años. Eso se relaciona con mi proyecto de contar historias de vascos mientras estuve viviendo aquí. Por eso ese tema me ha interpelado, ha hecho que me preguntara si podría tratarlo de forma literaria estando tan próximo incluso desde el punto de vista de que fui maestro.
-¿Qué recuerdo personal tiene de ese día?
-Estaba en Zaragoza estudiando Filología Hispánica. No recuerdo si estaba comiendo o preparando la comida cuando escuché la noticia en la radio. Me acuerdo de los primeros comunicados, vagos e imprecisos. Hablaban de una gran cantidad de víctimas infantiles. Por supuesto, no pensé en ningún momento que de eso saldría un libro, pero me golpeó enormemente. Fue además una época de grandes desgracias, como la del camping de Los Alfaques y después las inundaciones de Valencia y Bilbao… Y en todas ellas murieron niños.
-Tenía 21 años. ¿Qué siente alguien que como todos a esa edad se cree inmortal al saber que 50 niños y tres adultos han muerto de esa forma?
- No tenía tanto esa sensación de inmortalidad porque en mi barrio, Ibaeta, habían muerto algunos niños atropellados o por alguna otra causa. Eso me había influido mucho porque me había colocado ante el destino perecedero de tantos. Incluso yo mismo fui víctima de un atropello.
-¿Le causó mucho daño?
-Me aplastó la nariz y me rompió algunos dientes. Luego tuve pesadillas bastante tiempo. Uno de mis primeros poemas es una elegía a un niño muerto. Todo eso genera una visión de la vida.
-¿Cómo ha preparado la novela? ¿Ha hablado con testigos, familiares, supervivientes…?
-Hay fabulación a partir de la abundante documentación disponible. He visto documentales, entrevistas a supervivientes y a testigos. Para lo que necesitaba era suficiente, porque el accidente estrictamente no lo cuento. Es algo que afecta a mis personajes, que están inventados. Intento representar cómo algo así repercute en la vida ciudadana y cómo se asimila la pena. La narrativa no está para suplantar a la Historia sino para llevarla al ámbito personal.
-¿Ha estado en el pueblo, ha seguido la ruta del abuelo hasta el cementerio, ha visto las casas donde vivían las familias, el lugar donde estaba la escuela?
-No he estado nunca en el pueblo. No es la primera vez que hago algo así con mis novelas. Si necesito algo concreto, entonces voy o envío a alguien. Ahora es fácil trabajar de esa manera. Con internet puedes recorrer un lugar aunque vivas muy lejos.
-El drama se centra en un niño, sus padres y su abuelo. ¿Cuánto de ficción y cuánto de realidad hay en esa familia?
-Lo que hacen y dicen los personajes es todo creación. Me pongo en el sitio de una madre y trato de contar cómo se vive un episodio trágico. Todo está determinado por eso en la novela, aunque hay cosas anteriores y posteriores relativas al origen familiar y laboral de una familia que está formada por inmigrantes. Hay evidentes anclajes en la realidad, como que el padre trabaja en Nervacero, la crisis económica de esos años, el peso de la población inmigrante. Todo eso es real.
-En la novela dice que las familias ocultaban su dolor porque todos los vecinos estaban igual y casi sentían vergüenza de mostrarlo.
-No he encontrado confirmación de eso pero propongo unos comportamientos que no son estrafalarios. Sé que hubo gente que sufrió grandes depresiones o que se metió en la cama y no quería saber nada. El novelista entra en el terreno de la intimidad, donde no entran la Sociología ni la Historia. Sus escenarios son la alcoba, la cocina o la soledad en un parque. Y ese es el motor de mi escritura. He conversado con personas de edad que no recordaban bien lo que pasó aquellos días. Puede ser un mecanismo de defensa. La gente necesitaba normalidad. Pero llegaban a casa y el cuarto del niño estaba vacío.
-En el pueblo hay una generación marcada por la tragedia.
-Soy consciente de que fue y sigue siendo algo muy doloroso. Por eso me he exigido el máximo respeto. No me he permitido humor ni sarcasmo algunos. Esto del olvido es muy complejo porque si olvidan creen que suprimen al que se perdió, pero el recuerdo aviva siempre el dolor.
-¿El hecho de que perdieran a sus hijos muchas familias de inmigrantes contribuyó a extender el dolor y la herida por todo el país?
-No lo sé. Hubo una ola de solidaridad muy grande en toda España, eso seguro. Y gran consternación. Era otra época, estábamos estrenando democracia...
-Y una época muy difícil en la zona porque llegó enseguida el impacto de la reconversión industrial.
-Era un tiempo muy difícil, en efecto. Eran los años de plomo, la reconversión industrial, la permanente amenaza de un golpe de Estado, la heroína.
-Hablemos de aspectos formales de la novela. En diez breves capítulos, el texto habla por sí mismo e interpela al lector e incluso al autor. ¿Por qué lo ha hecho?
-Es un recurso que de alguna forma ya venía de títulos anteriores. En 'Patria' el texto hacía preguntas pidiendo información. Sucede en la última escena, cuando las dos mujeres se miran y echan a andar la una hacia la otra. También pasa algo parecido en 'Años lentos'. Aquí ya lo hago de una forma declarada. Hay un texto más o menos humanizado que interviene. Y cuando lo hace aporta datos históricos y otras informaciones valiosas. Incluso hace críticas al autor o revela información que este ha eliminado. Hago una nota inicial para explicarlo. Cada título de esta serie de 'gentes vascas' pone en práctica algún reto que me he impuesto.
-¿La renuncia casi absoluta al uso de adjetivos fue algo que decidió antes de empezar a escribir?
-Estaba decidido de antemano. El estilo debía ser escueto, sin nada superfluo, sin nada de lucimiento estilístico, con personajes humildes que se expresan a su manera. No se trata de un escaparate de literatura elevada. Doy al lector los elementos necesarios para la historia evitando el patetismo y las escenas desgarradas.
-Hay un gran personaje, incluso da título al libro, que muere en las primeras páginas y apenas dice nada en toda la obra. ¿Lleva mucho trabajo planificar un relato con un protagonista ausente?
-La historia en sí es lo que menos trabajo me da. Son las cuestiones técnicas las que me llevan más tiempo y no escribo nunca a partir de los posibles efectos en el texto porque sé que se van a producir.
-¿Teme que pueda haber en el pueblo alguna reacción negativa?
-No, no escribo nunca con temor. Si me dijeran algo en ese sentido después de leerla me daría pena, lo reconozco. Quiero que sea como el equivalente literario del monumento que se levanta en el mismo pueblo. Tampoco creo que la novela reavive demasiado las heridas. Supongo que todos los reportajes que se hicieron con motivo de los 40 años del suceso pudieron tener más efecto. Yo expreso mi respeto pero no mi silencio.
-¿Por qué cree que este episodio terrible no ha tenido apenas traslación a la literatura?
-No lo sé. ¿De qué viven las novelas sino de crímenes, guerras o accidentes? A mí, como le decía al principio, esto me ha interpelado durante mucho tiempo.
-El fontanero a quien algunos culparon del drama, hasta el punto de tener que abandonar el pueblo, es quizá el personaje más literario del suceso. Usted lo ha eludido.
-Quizá alguien se anime a escribir esa historia. Él mismo tenía una hija en la escuela. Lo culparon de todo, fue víctima de una agresión e incluso pudo ser una de las víctimas. La cocinera que murió estaba justo en el piso superior a donde se encontraba él. Con ese personaje tendría alguna dificultad porque, a diferencia de los míos, él sí existió. Sería casi como hacer de biógrafo, y eso no es lo mío.
-¿Va a continuar con novelas de sus 'gentes vascas' o cambiará radicalmente de tema?
-Necesito cambiar. Esta historia me ha dejado hecho polvo, así que probablemente me tomaré un descanso con un ensayo o algo de humor. Pero añadiré más episodios a ese proyecto. Quizá porque tengo el ingenuo deseo de dejar una imagen del mundo y la época que me han tocado. Quiero ser un cronista del alma humana, algo así como un ajedrecista que pone sus piezas a moverse en un escenario, ya sea Ortuella, Madrid o San Sebastián.
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