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Alfonso XIII es el rey de las dos caras. Hasta la Gran Guerra quiso ser el monarca regeneracionista, el jefe de Estado que iba a sacar de su postración a España después de la humillación de la pérdidas de las colonias. Pero algo sucedió que ... le hizo temblar: la abdicación del zar Nicolás II en 1917 le impresionó tanto que se alió con las fuerzas conservadoras, la Iglesia y los militares, dejando atrás sus veleidades liberales y progresistas de principios de su reinado.
Simpático, seductor y campechano, Alfonso de Borbón se creyó elegido por Dios para acometer los cambios que harían de España una potencia europea, industrial y moderna, lejos de las vergonzantes tasas de analfabetismo y unas maltrechas clases campesinas.
En su época de querencias progresistas, hizo amistad con el liberal Canalejas, que abogaba por una mayor intervención del Estado a favor de las clases populares y una política social avanzada, lo que se tradujo en la supresión del impuesto de consumos y el establecimiento del servicio militar obligatorio. De la mano de Canalejas, apoyó incluso romper relaciones con el Vaticano, en aras de una secularización de la política. «Le gustaba alardear y gastar la broma de que se había hecho anticlerical», asegura Javier Moreno Luzón, catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense de Madrid. Moreno Luzón acaba de publicar 'El rey patriota. Alfonso XIII y la nación' (Galaxia Gutenberg), un libro que destaca que ese joven que se ciñó la corona a los 16 años y que tantas expectativas había levantado acabó convertido en un nacionalista católico, contrarrevolucionario y militarista.
Sus buenas intenciones del principio no cuajaron, de modo que en abril de 1931, con la victoria republicano-socialista en las elecciones municipales, planteadas como un plebiscito sobre la monarquía, el rey abandonó España. «Hubo algunas voces, sin embargo, que le empujaban a resistir, sobre todo la del ministro conservador Juan de la Cierva y más tarde la de José Cavalcanti, un general de caballería muy alfonsino. Pero ni siquiera la mayor parte del Ejército o la Guardia Civil, crucial en el mantenimiento del orden público, se comprometieron a defenderle».
Moreno Luzón resalta la paradoja de que quien quiso erigirse en salvador de la patria terminó en el exilio soportando el peso de graves acusaciones de corrupción. El historiador ve algunas similitudes entre los reinados de Alfonso XIII, que duró casi tres décadas, y el de su nieto Juan Carlos, cuyo mandato se prolongó durante 39 años. Los dos eran bromistas, dotados del don de gentes y tercos aficionados a las aventuras sexuales fuera del matrimonio. Y, además, ambos eran comisionistas. «Los dos minaron de manera bastante grave su imagen pública. En el caso de Alfonso XIII se empezó a hablar de comisiones a cambio de la concesión para la construcción del ferrocarril Ontaneda-Calatayud y de la licencia de un negocio de apuestas en carreras de galgos».
Si bien estos escándalos no desembocaron en su caída, sí que influyeron en el menoscabo de su reputación. Más decisiva fue su anuencia con el golpe de Primo de Rivera, postura que le incapacitó para ser una figura de consenso. «Se había decantado claramente por una opción autoritaria frente a las vías democráticas, de manera que era inviable la conversión del régimen en una monarquía parlamentaria».
Cuando apostó por una salida autoritaria en 1923, estudió erigirse él mismo en dictador, inspirado por el ejemplo de los soberanos de Yugoslavia y Rumanía, que tomaron partido por la mano dura. «Era una decisión muy arriesgada que intentó quitarle de la cabeza Antonio Maura, uno de sus principales consejeros. Al final el monarca la consideró inviable», explica el historiador.
Al profesor no le consta, como se ha escrito alguna vez, que el soberano declarara ser un «falangista de primera hora». «Apoyó la sublevación de parte del Ejército en julio del 36 e hizo lo que pudo para favorecer la causa de los rebeldes porque pensaba que los golpistas aprobarían la restauración de la monarquía. Era un nacionalista católico partidario de soluciones autoritarias. Aunque simpatizaba con el fascismo italiano, nunca llegó a captar lo que este tenía de revolucionario y transformador de la sociedad. Tampoco era un hombre de un pensamiento político muy profundo».
Lo que sí fue determinante en su reinado fue la cuestión del protectorado de Marruecos. El Ejército se mostró incapaz de ocupar la franja que le había tocado en suerte en el norte del Magreb, y ello a pesar de que el monarca se implicó estrechamente en la causa, hasta el punto de que ponía y quitaba mandos militares sin miramientos. «El rey se identificó mucho con la cuestión marroquí, al creer que era la fórmula idónea de romper el aislamiento de España y de crear un nuevo imperio que tuviera cierta relevancia en el concierto de las potencias occidentales». El soberano se decantó por los generales africanistas, que ejercían una violencia feroz y usaban armas químicas contra la población indígena. Entre sus protegidos figuraban Millán-Astray y Franco, del que fue padrino de boda y al que nombró primer director de la Academia General Militar de Zaragoza.
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