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«Las fronteras son un invento diabólico». Lo asegura la escritora ucraniana Zanna Sloniowska (Leópolis, 1978) que se ha pasado la vida cruzando y difuminando los límites físicos e intelectuales que separan su país de nacimiento y su país de adopción, Polonia. Autora de la ... premonitoria novela 'Una vidriera en Leópolis' (Alianza), pasó su infancia en la Ucrania soviética, se educó en ruso y ahora vive en Polonia contemplando con estupor cómo la guerra alienta las ilusiones democráticas y europeístas de Ucrania que Rusia lleva años reprimiendo y que ella vivió con entusiasmo.
Hoy, camino de un año de guerra, «podemos decir que Putin es un genocida, además de un mafioso», asegura la escritora, que creció en guarderías presididas por los retratos de Lenin y Marx, que tardó lo suyo en perfilar su identidad, y que no se deja ganar por la desesperanza. «Putin planificó el genocidio como el criminal zafio y nada sofisticado que es. Un bandido iletrado, un atracador que entra por la puerta de atrás de tu casa para robar y matar», insiste sobre el mandatario ruso que ordenó la invasión de Ucrania en febrero pasado. «Cuando llegó al poder en 1990 detecté ya ese lenguaje mafioso que me parecía impropio de un político. Para mí fue el principio del cambio», dice la escritora.
No se atreve a predecir si Putin se acabará apartando del poder o lo apartarán a la fuerza. «Me encantaría que un adivino me lo dijera», ironiza. Pero lo que sí sabe es que «Ucrania ya no será la misma». «Donde había miedo hay esperanza, a pesar de que la situación hoy es terrible. Toda la nación ha cambiado. Cada vez más gente abandona el ruso y lo odia», dice. «Hablo de personas formadas en la Ucrania soviética que abrazan ahora el ucraniano, como hizo Marianna, la protagonista del libro, a finales de los 80, cuando recibió un disparo en una protesta por la independencia del país», explica. «Ya no hay medias tintas. No cabe el gris», se felicita.
Sloniowska, que retrata a cuatro generaciones de mujeres en un país en constante conflicto, sufrió una transformación identitaria muy profunda. «Mi situación es atípica», señala. Nacida en una familia originaria de Polonia, hablaba polaco en casa, ucraniano en la escuela y ruso en la calle, «un idioma que en Ucrania se reprimía, asociándolo al campesinado y arguyendo que la alta cultura estaba reñida con él». «Me llevó mucho tiempo entender quién soy, y eso que visité Moscú a los veinte años y supe que Rusia no era mi casa. Los polacos anhelábamos ya entonces una democracia de corte europeo, no el totalitarismo ruso», dice la escritora instalada en Polonia desde hace dos décadas.
Escribe en polaco y mantiene su familia -su madre vive en Kiev- y sus raíces en Leópolis, la ciudad de los leones, la capital cultural de Ucrania de ajetreada historia que ha sido alemana y austriaca (Lemberg), polaca (Lwów), rusa (Lvov) antes que ucraniana (Lviv) y denominada Lemberik en yidis.
En su casa en Cracovia, Sloniowska acoge a una joven refugiada, huida de la castigada ciudad Jersón. La cría tiene dieciséis años y cuando llegó la invasión estudiaba música en Moscú con un profesor de altísimo nivel. La talentosa estudiante veía caer las bombas desde su balcón en Jersón y escribió al maestro ruso del conservatorio preguntándole por qué les atacaba Rusia.
«'Estoy a favor de la operación especial', le respondió el profesor, asumiendo el eufemismo de Putin para la guerra y sumiendo a la joven en el desconcierto y el llanto», explica la escritora. «¿Cómo es posible que un adulto culto de 60 años ofrezca esa respuesta. ¿Es que los soviéticos son víctimas de la propaganda?», se pregunta.
«Toda Ucrania siempre ha tenido una cultura de frontera, como bisagra entre Oriente y Occidente, entre los católicos y los ortodoxos, y eso ha hecho que fuera un país plural en el que se practicaban todas las religiones y se hablaban varios idiomas». «Ser un país fronterizo es un enorme potencial si se desarrolla en paz», dice Sloniowska, reiterando que «las fronteras son un invento diabólico».
Escribió su premonitoria novela hace cinco años. «En 1991, cuando Ucrania se independizó, ya había voces que daban por sentada la libertad. Tuve la misma sensación hasta que todo cambió. Durante ocho años, desde 2014, había una sensación de podredumbre. Estábamos en guerra pero no se veía. Los periódicos nos ignoraban. Hoy, desgraciadamente, sí se ve. Si la guerra tiene algo positivo, es esa visibilidad», dice la escritora cuya primera novela se inspiró en la colorista Revolución naranja de 2004. Con la violenta Revolución de la dignidad de 2014, donde corrió la sangre y murieron cien de los manifestantes que exigían mirar hacia Europa, «empecé a considerarme ucraniana por primera vez».
Cree Sloniowska que hay nacionalismos buenos y malos. Que mientras desde Moscú y el Kremlin se alienta el sueño de la Gran Rusia de corte imperial y autoritario en la que se reprime la democracia como si fuera algo anormal, «los ucranianos quieren la democracia».
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