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Inconformista, idealista, dolorida por la iniquidades del mundo. Así es Mafalda, nuestra Mafalda, siempre reivindicativa, feminista y sentenciosa, lamentadora de un mundo cruel que, eso sí, se le desdibuja cuando come un helado. Odia la sopa y ama los informativos, aunque es un poco sabihonda. ... Nada le es ajeno, ni la sociedad ni la política ni la economía ni la filosofía. De su boca salen reflexiones y preguntas casi siempre imposibles de contestar por un adulto. «Paren al mundo, que me quiero bajar», se queja cuando sufre atropellos indignantes.
Está mal decirlo, pero a esta cría con cara de pan le pusieron Mafalda porque a su creador le encargaron unas tiras para una campaña que cantaba las virtudes de los electrodomésticos Mansfield. Una infamia para una criatura enemistada con todo lo mercantil. La publicidad subliminal no cuajó, pero cuando el jefe de redacción de la revista 'Primera Plana' le pidió a Quino si tenía algo diferente para publicar, el dibujante se sacó de la chistera a Mafalda, un nombre por lo demás con resonancias muy argentinas.
¿Qué decir de su árbol genealógico? De su padre no sabemos ni el nombre, lo que le convierte (¡peligro!) en todo un indocumentado. De su madre al menos tenemos la certeza de que responde al nombre de Raquel, quien alumbró a Guille, el hermanito de Mafalda que, en contraste con ella, adora la sopa.
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Siempre ha ido a contracorriente. Frente a la mayoría de las niñas, a ella le gusta jugar al fútbol y a los vaqueros con sus amigos. En materia musical bebe los vientos por los Beatles; en cuestiones ornitológicas se desvive por el Pájaro Loco y en lo gastronómico no hay discusión: ante un panqueque que se quite lo demás.
Si le hicieran un test de personalidad uno de estos psiquiatras modernos de ahora le sacaría a lo mejor un trastorno fardón, como la ciclotimia. Porque nuestra amiga unas veces muestra un nihilismo nietzscheano y otras se deja vencer por un pesimismo oscuro, si bien espanta los nubarrones con un sentimiento de esperanza.
Mafalda no llama a engaño. No es un alma cándida, sino más bien un alma en pena que se desangra por la geopolítica del mundo. Detrás de su sonrisa se esconde un humor ácido y negro, vitriólico y descarnado que se engolfa en los juegos de palabras. «No es cierto que todo tiempo pasado fue mejor. Lo que pasaba era que los que estaban peor todavía no se habían dado cuenta», suelta la niña de pronto, para sorpresa de su papá, un hombre de clase media que bastante tiene con los problemas de la oficina.
A sus 56 años debería ser toda una mujer madura, pero Mafalda ha hecho realidad el sueño de Peter Pan y no crece ni cambia. Impertérrita frente a los vaivenes de la moda, sigue con su media melena y lazo en el pelo, sus merceditas y sus vestidos estampados.
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