El historiador y periodista John Dickie podría pasarse años enteros hablando de la masonería y aún le quedarían cosas por contar. A Dickie le fascina el devenir de las sociedades secretas, aunque no podría pertenecer a ninguna de ellas por ser ateo y repugnarle su ... misoginia. Ello no es óbice para que se haya entregado con pasión a la tarea de escribir una monumental obra, 'La Orden. Una historia global del poder de los masones' (Debate), en la que escudriña las circunstancia de este fenómeno, una de las exportaciones culturales más exitosas de los británicos, solo comparable al tenis, el fútbol y el golf.
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Dickie, que se ha labrado una reputación gracias a sus libros superventas sobre la mafia, indaga esta vez en la historia de la organización secreta por excelencia, cuna de un sinfín de conspiraciones, unas ciertas y otras mendaces. Fundada en Londres en 1717 para «hermanar a los hombres», Dickie argumenta que los rituales, entre ellos el rasgado de vestiduras y los juramentos, no hay que tomarlos al pie de letra, de igual modo que en el catolicismo nadie interpreta de manera literal lo de comer y beber el cuerpo y la sangre de Cristo. «Entonces deberíamos colegir que la comunión de los católicos sería canibalismo».
El escritor escocés aduce que el enfrentamiento entre la Iglesia católica y los masones se remonta al siglo XVIII, un momento de encarnizadas luchas religiosas. «Para comprender la masonería hay que considerarla una religión de segundo orden, porque sus miembros pueden seguir cualquier credo. No se admite el ateísmo. La muerte es un elemento fundamental de las religiones y los rituales masónicos incluyen sus símbolos, así como los de la resurrección». Son muchos los personajes históricos que sucumbieron a los encantos de las hermandades secretas. Cinco reyes de Inglaterra, catorce presidentes de los Estados Unidos, Goethe, el Duque de Wellington, Churchill, Disney, Mozart, Kipling, Buffalo Bill y hasta el mismísimo astronauta Buzz Aldrin, hombre que pisó la Luna y los salones de los masones texanos, quedaron seducidos por el sueño de fraternidad de la masonería.
Nadie sabe muy bien qué tiene la masonería para que siga contando en el mundo con seis millones de personas entre sus miembros. Dickie, que desmitifica los principios rectores que inspiran a los masones, cree que otras organizaciones muy herméticas deben mucho a este tipo de entidad. «La masonería es la organización que más ha influido en la mafia, no ideológicamente, pero sí por sus estructuras organizativas. Tanto la mafia siciliana como el Ku Klux Klan comparten aspectos importantes del ADN de la masonería», asegura el historiador.
Son tantos los adeptos que juran obediencia a la Orden como los enemigos que la maldicen. Mussolini, Hitler y Franco recelaban de los masones por conspiradores y criminales, seres abyectos a los que había que exterminar. Los comunistas siempre vieron en las grandes logias una ralea burguesa y maliciosa. En China las sociedades secretas están prohibidas, y lo mismo ocurre en el mundo musulmán. Si para el común de los mortales la masonería ha suscitado desconfianza, el sentimiento de animadversión ha sido mucho más acerbo en la Iglesia católica, que siempre vio en los hermanos un nido de herejes.
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El secretismo ha atraído a millones de hombres al seno de la masonería, pero cuando se hurga un poco, como ha hecho Dickie, el gran misterio que se quiere mantener oculto se desinfla. «Esos secretos son muy banales. Yo, que no soy masón y puedo citarlos, se reducen a ser un tío majo; intentar entender el mundo y, el más importante, la muerte es algo serio».
Hoy en día la francmasonería está en un profundo declive. En tiempos pretéritos las logias masónicas eran formidables medios para conseguir contactos e influencia, algo que en la modernidad se adquiere por otros medios. «Si se quieren adquirir contactos, es mejor ir a Oxford, a Cambridge o a un colegio privado que a una logia».
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